Parece una tontería, pero las pequeñas desgracias nos pueden mandar al otro barrio. Por alguna razón (es posible que sea una mezcla de mala suerte y torpeza) a mí me suceden cada poco. Si sigo así acabaré volviéndome paranoico, viendo amenazas domésticas donde no las hay. El miedo a las alturas, que me saca sudores fríos cuando subo a un avión y este despega y que me obliga a temblar si me asomo a la azotea de un edificio alto, se agravó hace años. Iba andando por territorio familiar y en obras. Unos obreros se habían dejado una trampilla abierta en el suelo y yo pasé por allí. Mi caída al vacío fue de unos dos metros. Me estampé de espaldas contra el piso inferior y me salvó el pellejo el rebotar a medio camino con la escalera vertical por la que acababa de escalar para salir a la trampilla de al lado. A medio vuelo me dio tiempo a pensar un par de cosas. Una de ellas fue: “Menuda manera más estúpida de morir”. Gané cicatrices en la espalda y la prevención de mirar siempre hacia el suelo. Incluso en el fondo de la tierra, si me tocara estar junto al Diablo, recelaría de la tierra bajo mis pies.
Odio esta clase de accidentes: casi electrocutarse uno con un aparato de casa que se estropea, tropezar en la acera con un adoquín suelto y estar al borde de romperse la crisma, resbalar en la ducha. Le ocurren a cualquiera. Un descuido y no lo cuentas. En “Agárralo como puedas” y sus secuelas estos infortunios resultan divertidos, pero en la vida real pueden dejarte secuelas. Un tipo que se queda encerrado en un ascensor. Tiene pánico y cree que se está quedando sin oxígeno. Si padece claustrofobia es posible que, cuando lo rescaten, no vuelva a meterse jamás en un ascensor. Ahí fuera se topa uno con personas que albergan pequeños miedos que son consecuencia de pequeñas tragedias. “Una vez casi me ahogo con un huesecillo de pollo, así que odio el pollo y no he vuelto a probarlo”, te dicen. Es lógico.
Lo último que me ha sucedido (fue la semana pasada) no me disuadirá de utilizar las escaleras mecánicas. No. Pero me lo pensaré dos veces antes se subir o bajar en ellas con una bolsa o un macuto. Al principio, cuando me recuperé del susto y la sorpresa, me pareció una tontería. Por la noche, al meterme en la cama, reviví sin quererlo la sensación. No me la quitaba de la cabeza. El caso es que fui a buscar a mi familia a la estación de autobuses de Conde de Casal, donde desembarcan los zamoranos que no utilizan coche en sus desplazamientos. Me encargué de dos o tres bultos. Entre ellos, una de esas bolsas para guardar los sacos de dormir; contenía ropa. La cogí por las cuerdas, con la mano, y las tensé para acercarlas cuanto fuese posible al cuerpo. Como cuando uno ata en corto a su perro y mantiene su cabeza junto a la pierna. Subíamos por un tramo largo de escaleras mecánicas y algo dio un tirón brutal de mi brazo derecho. Advertí que la cuerda debió romperse o desatarse y estaba enganchada en un escalón. El macuto, sujeto a las escaleras, tiró de mí hasta casi hacerme perder el equilibrio. Imaginé que el mecanismo trituraba la cuerda, luego la bolsa y finalmente mis dedos. De milagro, logré desembarazarme de la cuerda y la bolsa estuvo a punto de destrozarse. Luego, por los golpes, se soltó. Me quedaron marcas y heridas en la mano. Y, un rato después, por culpa del fuerte tirón me dolían la mano, el brazo, el hombro y la clavícula. Como si me hubiera arrollado un tren. Lo olvidé, pero al acostarme no podía quitarme de encima esa sensación de malestar repentino: el tirón, el daño, el susto de ver cómo la máquina engullía la cuerda y el temor a que mi mano pudiese seguir el mismo camino. Por chorradas así, hay gente que ha perdido los dedos.