Anoche pusieron en Televisión Española la película “Dogville”, de Lars Von Trier. Supongo que la vio poca gente. No es un título muy popular y el director danés cuenta ya con una legión de detractores. A mí me gustan sus películas porque soy abierto a cualquier género y porque sus historias me conmueven, aunque contienen un exceso de drama. No la vi anoche, claro (estas líneas están escritas antes de la emisión), pero no me la perdí en su momento y hace unos meses la alquilé en dvd. Para volver a verla, y además en versión original. Con “Dogville” comenzó una trilogía sobre Estados Unidos, que continuó con “Manderlay”, un filme menos duro, y que terminará con “Wasington” (escrito así: sin la hache intercalada que le propicia su fuerza). La protagonista era Nicole Kidman. En la segunda entrega el director tuvo que buscar a su sustituta, y se decidió por otra actriz más joven, Bryce Dallas Howard. Interpretaba al mismo personaje, Grace. A estas alturas se desconoce si en la tercera parte contratará a Howard o a otra actriz. La trilogía pretende ser un mosaico de aquel país, pero para quienes ya hemos visto las dos primeras significa un retrato del ser humano y de las diferencias entre la masa y el individuo.
Sé que es difícil comulgar con lo que Trier cuenta, porque prescinde de casas y de muebles y el único decorado es un escenario vacío con pintadas en el suelo, como si estuviéramos asistiendo a un estreno teatral vanguardista y debiéramos confiar en nuestra imaginación y en el talento de los autores, pero merece la pena verla. Uno tarda en acostumbrarse unos minutos a esa ausencia de edificios y muebles, pero pronto se le olvida. “Dogville” relata la historia de una chica que, huyendo de la mafia, llega a un pueblecito de las Montañas Rocosas. Convence a sus habitantes para que la escondan y, a cambio, decide trabajar para ellos, quienes exigen compensaciones cada vez más duras de cumplir, dado el peligro a que se exponen jugándose los cuartos con la mafia. De ahí a la explotación sólo hay un paso. Explotación sexual, relaciones amo-esclava, crueldad física y psicológica. Como una mujer maltratada, pero no sólo por un marido feroz, sino por todo un pueblo, niños y ancianos incluidos. Grace acaba conociendo la práctica de ese dicho: si damos la mano, nos cogen el brazo. En la película quedan claras, a mi juicio, dos voluntades: la del individuo y la de la masa. La masa termina por sacar los colmillos, por aprovecharse de la crueldad y la sed de sangre que confiere el poder. A Grace la humillan, la acusan falsamente, la violan, la esclavizan, incluso la encadenan para que no se escape y siga perteneciéndoles.
Todo esto, esa crueldad de la masa, del pueblo que se une aunque la causa común sea inmoral e ilegal, es lo que me interesa señalar. El populacho, cuando dos manos señalan un camino, acaba siguiéndolo. Aunque esa opción desemboque en la violencia y en la vejación y en el escarnio. La actitud de los habitantes de Dogville recuerda a esas masas enfervorizadas que antaño aplaudían en las ejecuciones públicas, a esas que perseguían a la criatura creada por el doctor Frankenstein, a las que se juntan en los barrios bajos para echar a los gitanos o a los yonquis. Ese poder común y salvaje suele ser casi tan dañino como el ejercido por un dictador. Vean los linchamientos, por ejemplo. Hoy estas costumbres malsanas han tomado un nuevo rumbo: la lapidación en internet. En los foros y en las bitácoras proliferan los individuos con la máscara del anonimato (los llaman “trolls”), capaces de mancillar y arrastrar por el fango el nombre de quienes odian; de mentir e insultar. Como en un Dogville digital.