A las once de la noche, y durante dos días consecutivos, se fue la luz en mi barrio madrileño. Siempre mantengo el pc encendido y con estos cortes de electricidad el ordenador corre el peligro de averiarse. Cortaron la energía justo cuando andaba buscando algo en internet. Duró un rato. Luego se restableció durante unos cinco minutos, o menos, y la luz volvió a irse. En ambas ocasiones me asomé a la calle para comprobar si es cierto que, en las grandes ciudades, cuando hay un apagón salen de debajo de las piedras los criminales, los cacos de poca monta y los violadores. Sin embargo, todo estaba demasiado tranquilo. Como si, con la desaparición de la luz, la gente no saliera de debajo de las piedras, sino que corriera a refugiarse en ellas. Se respiraba una atmósfera pacífica, lo cual me extrañó. Entonces pensé en los comerciantes a los que estos cortes afectarían: los propietarios de restaurantes con comensales en sus mesas, los tenderos que tendrían compradores dentro de su tienda y que podrían robarles algunos productos (a esas horas aún hay fruterías, kioscos y locales de alimentación abiertos, dado que los chinos y los hindúes trabajan el doble que los españoles). Pensé en personas atrapadas en ascensores o quedándose desvalidas en plena ascensión por una escalera. La única iluminación provenía de los faros de los escasos coches y motocicletas que surcaban la negrura de vez en cuando. Esa serenidad en el ambiente me inquietó.
Observando a algunos ciudadanos andar por la calle a oscuras, con riesgo de tropiezo, me vino a la memoria el apagón de hace años en mi tierra, Zamora. Sólo recuerdo que fue en los noventa. Duró lo suficiente para pasear por el casco antiguo, sumidos en la tiniebla, para meterse por callejuelas estrechas y practicar actos impúdicos e inconfesables, para patear la ciudad desde el entorno de La Catedral hasta La Marina, donde vivía por aquel entonces. Admito que Zamora, totalmente disfrazada de luto, adquirió un encanto siniestro y enigmático. Ya tiene encanto, pero es de otro tipo, no es siniestro y mucho menos enigmático. En Madrid no me pareció oportuno salir a la calle y recorrer el barrio. Ya he dicho que en la capital conviene desconfiar hasta de la propia sombra, no siendo que te aseste una puñalada trapera.
Hubo tres cortes de luz en menos de una hora, en Madrid. Era impresionante verlo todo a oscuras. Un barrio tan proclive a la sangre y al latrocinio. Al día siguiente, y en torno a la misma hora, se fue la luz un par de veces. También cortaron el suministro de agua. En esta ocasión el apagón duró una hora, más o menos; quizá fueran cincuenta minutos. Durante estos cortes de luz el hombre contemporáneo no sabe qué hacer. Nuestra existencia depende de los aparatos. Sin televisión, sin ordenador ni internet, sin bombillas que nos alumbren, no sabemos qué hacer. Sólo rogamos al cielo que la electricidad se restablezca pronto. Pero, como me niego al aburrimiento y a cruzarme de brazos, tomé una resolución: me puse a leer a la luz de las velas. Debería haber leído un cuento de terror, pues un escritor clásico aconsejaba afrontar las historias de miedo bajo el resplandor de las velas, para que el terror repte a nuestro alrededor de forma más efectiva y penetrante. Debería haberlo hecho, pero no lo hice. Aunque consumo muchas historias de terror (novelas, cuentos, películas, series, documentales), soy aprensivo respecto a los juegos de sombras y luces. Al final dieron la luz y el ordenador superó la prueba. No he encontrado en la prensa rastro alguno de los motivos del apagón durante dos días y a la misma hora.