Los aeropuertos son lugares algo caóticos, donde se pierde el tiempo, la paciencia o la maleta. Tras el once de septiembre, además, estos problemas se han agravado. Estos días he vuelto a comprobarlo. El viernes por la tarde, en el aeropuerto de Barajas, vi una cola de gente ante los mostradores de Air Madrid. Personas cansadas, atrapadas allí hasta que salga su vuelo o les devuelvan su dinero. Para entrevistar a los viajeros había varios reporteros con las cámaras al hombro y los micrófonos en la mano. Un hombre que hablaba con uno de los periodistas mostraba una expresión de derrota, entre el cabreo y la impotencia. Quedarse colgado en un aeropuerto es una de las pesadillas más insoportables que puedan padecerse en estos tiempos: lo sé porque hace años perdimos un avión en Tenerife y pasamos allí el día entero hasta que logramos otra plaza. No se puede describir certeramente la sensación de abandono que uno experimenta: hay que vivirlo.
Este viernes entré en el aeropuerto a las seis de la tarde. Cuando el avión despegó eran las nueve y media. Aunque no haya retrasos, el periplo por el que uno atraviesa es desolador: facturar la maleta, aguardar dos horas sentado, pasar a las salitas de espera de embarque, sufrir numerosos controles. No sé cuántas veces he enseñado el carnet de identidad en estos días. Y la tarjeta de embarque, claro. En uno de los últimos controles la mujer que pedía la documentación estuvo comparando mi cara con la que aparece en el carnet, y frunció el ceño como si el tío de la foto y yo no fuéramos la misma persona. En el control del escáner las cosas han cambiado desde la última vez que tomé un avión, hace ya varios años. El miedo a los ataques terroristas ha forzado las medidas de seguridad hasta un límite que roza lo absurdo. En Barajas te piden que, en una bandeja de plástico, dejes el abrigo que llevas puesto, el cinturón de tus pantalones, la cartera, las llaves, el teléfono móvil y cualquier otro objeto que guardes en los bolsillos, aparte de esa bolsita de plástico transparente en la que hay que introducir los pequeños objetos de mano. Cuando, sin problemas, pasé la inspección, vi que, en el puesto de al lado, a un hombre le decían: “Por favor, abra la maleta y saque sus tijeras”. Aunque hayan dejado claro que no se puede pasar al avión con tijeras o cortaúñas, aún existen pasajeros que intentan colar la pelota. A nuestro regreso fue peor. Estábamos en la Gran Bretaña y, aparte de dejar en una bandeja el cinturón, las llaves, la cartera, el móvil, el abrigo y cualquier otro objeto permitido que lleváramos en los bolsillos del pantalón, nos hicieron descalzarnos. Produce cierta vergüenza quitarse las botas delante de un policía y ponerlas en la cinta móvil del escáner. Pero aún es peor lo siguiente: en calcetines, sin cinturón y sin abrigo, a algunos nos hicieron entrar en una cabina de cristal. Dentro, hay que colocar los pinreles en dos marcas pintadas en el suelo, alzar los brazos y poner las manos encima de la cabeza, como si fueran a detenerte, y esperar a que te escaneen. Un tipo te observa mientras estás dentro y una mujer comprueba en su pantalla que todo está en orden. Se notaba cachondeo entre quienes sufríamos estas medidas. De vuelta, además, tuvimos una hora de retraso.
En esos controles tuve que mostrar varias veces la tarjeta de embarque, pero no el carnet, al contrario que en España. En Barajas, de regreso, vi unas quince maletas perdidas, allí solitarias. Maletas que una vez se extraviaron y que ya sacaron de su extravío. Y viajeros buscando las que les acababan de perder. Estuve en Londres, una ciudad preciosa e inolvidable. Lo contaré mañana y pasado.