Estuve el fin de semana en Zamora, fiel a mi visita mensual, y salí de farra las dos noches. En los bares, principalmente el sábado, no cabía ni una pulga. Con los amigos con quienes iba de copas, y luego con la gente que me iba encontrando en cada garito, no sé por qué, el tema siempre era el mismo: nuestra ciudad. No fue premeditado. Estábamos en el Avalon y un colega, que ha regresado a la provincia después de unos años viviendo en otros lugares, me dijo que estaba contento de haber vuelto. Quizá dentro de unos años me canse de la ciudad, contaba, pero de momento estoy muy bien. En el Mesón de Piedra salió el tema de Madrid y Zamora y la tortura del viaje entre ambos lugares, muy pesado por culpa del tráfico y las obras. Uno de mis amigos vivió en Madrid durante un año. Volvió a sus orígenes y no quiere saber nada de alojarse de nuevo en Madrid. Su novia tampoco, y su deseo es volver de la capital. Dijimos que las dos mejores ciudades para ir de bares y divertirse son Gijón y Zamora, es decir, urbes pequeñas y en las que no te veas obligado a tomar el metro, el taxi o el autobús nocturno para moverte entre los garitos y para regresar a casa. De hecho, yo mismo salgo de bares en Zamora todo lo que no salgo en Madrid, donde se gasta uno demasiado dinero. Pero lo mejor, y en eso coincidíamos todos, es que, cuando te das una vuelta por Los Herreros o por los pubs próximos a la Plaza Mayor, sueles toparte con caras conocidas y puedes charlar un rato, y eso es un lujo.
Continuamos la ruta: el Popanrol, La Bodeguilla, el Mesón del Chorizo, el Pintón. En el Pintón, un tipo al que hacía tiempo que no veía me contó que estaba encantado con su regreso a casa. Había estado trabajando fuera, en otras ciudades, y ahora tenía otra vez las cosas que antes añoraba: las visitas a su bar favorito de Los Herreros, encontrarse con sus colegas, recorrer la ciudad a pie. Seguimos visitando garitos. Y en el Señor Baco, que ahora regenta uno de mis primos, sucedió algo curioso. Dos de nosotros estábamos conversando junto a la barra y se nos acercó un chico con barba, a pedirnos fuego. No fumamos, así que le dijimos que no podíamos ayudarle. Casualmente, estábamos hablando de las virtudes de la ciudad (que las tiene, a pesar de sus imperfecciones), y el tipo, festivo y achispado, nos soltó: Eh, tíos, Zamora mola un montón. Yo le dije: Mira, precisamente estábamos hablando de eso. Preguntó: ¿De dónde sois vosotros? De Zamora, respondimos. Pero yo vivo en Madrid, añadí, desde hace poco. Y él añadió: Sí, yo soy de Madrid, pero he venido a ver a unos amigos y esto es la hostia, me encanta. Luego nos chocamos las manos, nos dimos palmadas, etcétera. Durante esas dos noches hablé con mucha gente, y a menudo el tema de la ciudad se inmiscuía en las conversaciones. Insisto en que no estaba premeditado, sino que vino dado por la situación. Cuando dos se encuentran y hace tiempo que no se ven, se intercambian las preguntas: ¿Qué tal por Madrid? ¿Y tú por Zamora?
El sábado, de madrugada, volví a casa envuelto en el cobijo encantador de la niebla. Se me helaron los huesos, pero fue un broche de oro. Por fin algunas personas de mi generación comienzan a encontrarse cómodas en la ciudad. Me alegro. Ya no hay tantas quejas, quizá porque, cuando se ha salido y se ha vuelto, como me dijo un colega, advierte uno que la tierra tira mucho. Lo único que puedo añadir es que, si solventas la depresión de las tardes laborables en Zamora, lo demás se lleva bien. Por mi parte, me encuentro cómodo en Madrid (a pesar de sus imperfecciones) porque soy cautivo de la variada oferta cultural que hay aquí; es su virtud.