No estaba entre mis actores favoritos o, al menos, entre aquellos cuya carrera he procurado seguir de principio a fin. Jack Palance, un actor solvente, tenía un rostro de piedra en cuya piel se podían encender fósforos sin que se inmutara. En su angulosa cara se acentuaba mucho la calavera, y sus facciones eran más propias de una serpiente, como si alguno de sus antepasados hubiera sido un reptil. En un tebeo de Lucky Luke supieron hacerle la caricatura perfecta y, si no me falla la memoria, adjudicarle un papel de villano con pistolas. Pero Jack Palance protagonizó, ya fuera en el cine o en la vida real, tres momentos que a mí me parecen inolvidables. El primero, en su papel del revolucionario Jesús Raza para “Los profesionales”, cinta que vuelvo a ver de vez en cuando para comprobar que quedan pocos tipos duros como los de antaño (ahí estaban Burt Lancaster, Lee Marvin, Robert Ryan, Woody Strode, el propio Palance y la bella Claudia Cardinale, que era dura a su manera femenina). Concretamente, poco antes del final de este western atípico: en un desfiladero, Lancaster y Palance, heridos de bala y ahora enemigos, conversan sobre el significado de la revolución antes de volver a enfrentarse, y Palance dice: “La revolución es como la más bella historia de amor. Al principio, ella es una diosa, una causa pura; pero todos los amores tienen un terrible enemigo”. “El tiempo”, se adelanta su oponente. Y Palance/Raza sonríe y continúa: “Tú la ves tal como es. La revolución no es una diosa, sino una mujerzuela. Nunca ha sido pura, ni virtuosa, ni perfecta, así que huimos y encontramos otro amor, otra causa. Pero sólo son asuntos mezquinos; lujuria, pero no amor; pasión, pero sin compasión. Y sin un amor, sin una causa, no somos nada”. Su soliloquio continúa y él, herido en la pierna, bebe de una botella de tequila para apaciguar los ardores de la bala que le acaban de meter. Nunca estuvo más grande este actor que en ese momento espléndido de derrota y romanticismo.
Mi segundo momento favorito se encuentra en “Cowboys de ciudad”, donde interpretaba a un rudo vaquero llamado Curly y, para asustar a Billy Cristal, decía aquella frase que tanto nos hizo reír: “Mis boñigas son más grandes que las tuyas”. En esta película, los personajes de Cristal y Palance llegan a alcanzar cierto entendimiento, a pesar de sus rencillas y sus personalidades opuestas a lo largo del metraje. Palance, a lomos del caballo, con un pitillo en la comisura, pañuelo rojo al cuello y rostro de granito curtido por el sol de las praderas, le cuenta a Cristal el instante más apasionado de su vida, cuando vio a una mujer de lejos, supo que era su gran amor y se dio la vuelta para siempre. Con este papel, el actor volvía a hacer lo que mejor se le daba: un tipo duro que cobija un corazón de oro. Luego, debido al éxito de “Cowboys de ciudad”, y a que él ganó el Oscar al mejor secundario, se sacaron una secuela de la manga en la que él mismo hacía de su hermano gemelo. No quise verla, porque esas vueltas de tornillo a un guión se me antojan demasiado mediocres.
El tercero ya lo habrán adivinado, porque todo el mundo lo tiene en mente y en los obituarios que le han dedicado estos días en los medios lo rememoraban. En efecto, cuando subió a por su único Oscar y protagonizó una de esas escenas históricas de la vida real: para demostrar que, a pesar de la edad, estaba en perfecto estado físico, se tiró al suelo para hacer unas cuantas flexiones. He vuelto a ver el vídeo y sigo teniendo envidia: no creo que yo pudiera hacer ni la mitad. Alcanzó otros momentos grandiosos, pero estos son los que no olvidaré.