Este libro, una antología de poemas y relatos que abarca los años de producción de 1997 a 2004, no debería pasar por alto. Repito: no debería pasar por alto. Lo publicó Baile del Sol y lo precede un prólogo de Túa Blesa.
Leyendo esta antología, paseamos por algunos de los rincones oscuros de la biografía de David González, que se ha ido haciendo a sí mismo a medida que completaba su obra. Pero también hay hueco para los rincones claros. Es asombrosa su habilidad narrativa y poética para pasar (de un verso a otro, de una línea a otra) de la desesperanza a la ilusión, del vacío al amor, de la crueldad al perdón. Los temas que deambulan por el libro nos hablan de un poeta al que no podemos etiquetar, pues es capaz de manejar con soltura el minimalismo, la metáfora, el realismo sórdido, la evocación de tiempos mejores, etcétera; y entre esos temas encontramos la infancia, el pasado familiar, la delincuencia y el trapicheo, el paso por la cárcel, la enfermedad (diabetes, la suya; pero también nos habla de las dolencias de otros), la muerte, el trabajo, la miseria, el amor. En este sentido, y aunque había leído muchos poemas en otros libros, no conocía de David esa faceta carveriana para retratar una mañana de trabajo, la llegada de su pareja a casa, de madrugada, o la visita familiar a su piso; estos relatos y poemas resultan impecables, y basta leer Edad, La sabiduría del esclavo, Obediencia a la vida o Un hombre afortunado, por citar algunos.
Encabeza cada texto una cita de algún personaje (poeta, escritor, cantante, amigo), y de ese modo repasamos algunas de las lecturas de esa biblioteca ambulante que es David: ahí están Chukri, Fante, Salinger, Céline, Selby, Rimbaud, Kerouac, Fonollosa, Shepard, Bukowski, Gamoneda, Kafka… Recomiendo que lean este libro: cómprenlo, pídanlo prestado en la biblioteca, róbenlo, pero sumérjanse entre sus páginas; agradecerán caminar por el mundo de la mano de un hombre que ha vivido, amado, sufrido, luchado y leído mucho. Cierro con la magnífica dedicatoria de la última página:
Estos poemas están dedicados
a los hijos pródigos que jamás regresaron a casa,
a los que siempre besamos la lona del cuadrilátero
y a todos aquellos que, en épocas de sequía, tenemos
que bebernos nuestra propia saliva.