Con el calor de este otoño disfrazado de verano, uno vuelve a abrir las ventanas para que corra el aire. Pero he aquí que el mensaje callejero que le llega, de este Lavapiés multicultural y multirracial, no es únicamente el del vuelo apresurado de las palomas ni el del claxon de los coches que recorren el barrio, sino la música de la violencia entre los hombres, que posee más ruido que melodía. Entre los hombres, pero también entre las mujeres, entre los viejos y entre los chavales, y entre todo aquel que tenga un par de puños listos y una idea fija en la cabeza. Iba uno a empezar este artículo y ya escuchó en la plaza una serenata de gritos, sirenas de policía y ulular de ambulancias. Coches pasando bajo el balcón a toda velocidad, gente corriendo hacia un rincón que los edificios no nos permiten ver, transeúntes señalando con el dedo y los vehículos policiales que van pitando hacia allí. No ve uno lo que sucede, pero puede imaginarlo. Aquí, como ya se dijo, todos los días son fiesta. Desde la escritura de la primera línea de cada artículo hasta la última puede ocurrir cualquier cosa en el ambiente, y por eso esta columna puede empezar hablando de los pájaros y terminar con una gresca de traficantes de medio pelo, polis que están hasta la gorra de venir aquí y botellas que vuelan por el aire y se estrellan en la acera, en esa acera tan regada por orines humanos que hay que taparse la nariz como si fuera la peste.
El personal, en estas calles, siempre tiene una razón para pegarse. Mayormente, las pendencias se dan entre quienes trapichean y entre quienes van cocidos de vino de envase de cartón, pero hay de todo. Los borrachos blancos se pegan entre ellos. Los punkies vagabundos y alcoholizados abofetean a sus novias alcoholizadas. Los jovenzuelos árabes se sacuden entre ellos. Las señoras borrachas pegan a los ancianos borrachos. Los mendigos ebrios se insultan unos a otros y procuran derribarse en peleas en las que no se ve fuerza, sino abandono y falta de vida. Los negros discuten entre sí con una vitalidad propia de las películas de raperos y de los noticiarios de Los Ángeles. Las chinas del bazar se enzarzan con los moros que entran a la tienda a mangonearlas. Los hindúes, en cambio, siempre andan a lo suyo y quizá nadie se mete con ellos ni ellos con nadie. De momento, no suele darse la mezcla racial en estos cruces de espadas. Cada miembro de una raza tiende a pelearse con los miembros de la suya. Mientras no se envuelvan los colores, no saldremos de lo malo para ir a lo peor. Porque, cuando llegue el aciago día en que combatan de nuevo los moros y los cristianos en estas calles, habremos entrado en lo peor. La plaza se convierte, así, y merced a estas gestas, en el territorio comanche donde todo quisque aprieta los puños o arroja litronas o empuña un palo o persigue a su contrario. Se convierte en el anfiteatro en cuya arena pelean los gladiadores. Gladiadores ebrios, gladiadores camellos, gladiadores viejos, gladiadores mendigos, gladiadores parados, gladiadores jóvenes. Lumpen puro.
Basta que uno salga afuera para sentir el latido de la violencia, que no cesa. Algunas tardes parece que por las calles corre la gente como si se estuvieran celebrando los sanfermines. Pero se fija un poco y no hay toros ni corredores expertos, sólo adolescentes marroquíes que ajustan cuentas entre ellos, que se persiguen por el asfalto con palos y botellas, que en su furia golpean los capós de los coches y derriban los pequeños contenedores con tapa naranja. Los borrachos blancos, en cambio, están demasiado ciegos para perseguirse, y solucionan sus problemas sin correr. La violencia es una vieja enfermedad que crece y se extiende, que no para.