Me cuesta desprenderme de ciertos objetos. Por ejemplo, de los juguetes. Algunos juguetes. La otra tarde, rebuscando entre mis pertenencias más antiguas, encontré unos cuantos muñecos articulados dentro de una caja de cartón. Se les llama también figuras de acción, y no pienso arrojarlas a la basura. No lo hice antes ni pienso ceder ahora. Son una muestra representativa de los juegos de la niñez. Los despliego ante mí, encima de la mesa del ordenador, para describirlos mientras hago el artículo. Hay tres ejemplares de Madelman. No les veo la fecha de fabricación por ningún lado, quizá porque eran españoles y los españoles somos así de dejados; a juzgar por los pies y otros rasgos, sospecho que son de finales de los setenta. Los tres tienen el mismo peinado de Burt Reynolds en “Deliverance”, y juntos parecen recién salidos de “Acción Mutante”. Al primero le falta el brazo derecho y la pierna izquierda; para colmo, un garfio sustituye a su mano izquierda, porque supongo que su oficio fue el de pirata. Ni siquiera le queda ropa y lleva esos calzoncillos que le ponían a estos muñecos y que parecen pañales de bebé. El segundo viste un mono amarillo y raído, similar al de Bruce Lee en “Juego con la muerte”, que luego homenajeó Tarantino en su “Kill Bill”; el tiempo y el uso le han machacado la cara, y un brazo y una pierna están sujetos gracias a unas tiras blancas de esparadrapo. El tercero es un sheriff sin roturas ni deficiencias. Que se haya conservado entero y limpio se me antoja un milagro.
Encontré asimismo un Big Jim. Varios chavales de mi generación no conocieron esta clase de juguete. Alguna gente, incluso, nunca saca los muñecos de sus cajas. Eso los revaloriza y luego puede venderlos por un pastón, como hacía el protagonista de la comedia “Virgen a los cuarenta”. En eBay, ese gran mercado donde pueden descubrirse innumerables objetos de coleccionista, venden un Big Jack en su caja, sin abrir ni estrenar, por unos sesenta euros. Big Jack era la versión afro de Big Jim, y recuerdo que tuve un ejemplar, con su sombrero, su machete y hasta un trozo de caña de azúcar. Big Jim y su colega Jack eran físicamente agraciados, menos feuchos que el Madelman y con más músculos. De entrada, al blanco lo habían peinado como a Robert Redford en “Dos hombres y un destino”, y eso favorece mucho. Al que encontré el otro día en la caja le falta una pierna. Al Big Jim yo lo torturaba con frecuencia, para que pareciese un héroe forjado en peleas y aventuras: con una cuchilla le hacía cortes en un bíceps y en la cara, ambos de goma, y luego aplicaba rotulador rojo a las heridas. Eso, a los ojos de los chavales, les confería otro empaque, como si fuesen soldados muy fatigados por las batallas. La pena es que, de esta colección, se me han extraviado algunos realmente graciosos, como El Increíble Doctor Acero, un fulano calvo y karateca cuya caja incluía una tabla para romper de un mandoble (la tabla era de plástico y con truco, claro). En eBay te soplan por este bicho unos cien euros. Y atesoré un Jerónimo del que sólo guardo la cabeza, con una melena despeinada y expresión de estreñido. Me gustaban menos los Geyperman, pero por casa hay algún superviviente. El Geyperman era demasiado alto y frío, pelón y artificial.
Me asombra que algunos conservemos durante tantos años estas figuras de acción. Hoy los coleccionistas pagan, como acabo de apuntar, precios desorbitados por estos muñecos. También conservo otros, pero mi norma es no venderlos. Además, los torturé tanto en mis juegos que parecen víctimas de guerra. La mayoría de mis muñecos articulados cumplirá treinta años dentro de unos meses.