No salí la noche del sábado. En las ciudades grandes no se puede salir viernes y sábado, porque todo cuesta un dineral. En Madrid ya te cobran por respirar, y no digamos por tratar de volver a casa en la noche, ahora que los taxistas suben un euro y quince céntimos la bajada de bandera, en las madrugadas del fin de semana. Así que le toca a uno quedarse en casa y salir una única noche. Y más si le va peor que a la presidenta de la Comunidad: si ella no llega a fin de mes, algunos no llegamos ni a mitad de mes. El caso es que estuve viendo una vieja película de Clint Eastwood, “Ruta suicida”, que no revisaba desde la adolescencia. En cuanto empezó, me acordé de la reciente “16 calles”, de Richard Donner. Ambas son entretenidas y vertiginosas. Cuando vi la de Donner, con Bruce Willis, no caí en la cuenta: pero “16 calles” es un remake no reconocido de “Ruta suicida”. Comparten argumento: un policía borrachín y perdedor debe escoltar al juzgado a un testigo en apariencia poco importante; hasta que el jefe del departamento de policía, que está metido en el ajo, empieza a sembrarles el camino de trampas para mandarlos al otro barrio. Pero el poli, a pesar de perdedor, es obstinado, honesto y gusta de cumplir su trabajo. Calcadas. Y me siguen gustando las dos.
Cuando terminó, di un repaso a la televisión, millonaria en programas cutres en esa franja horaria (y en casi todas). Me topé con un campeonato de lucha libre norteamericana en Cuatro; sé que tiene otros nombres, como pressing catch, pero me quedo con lo de la lucha libre. Estuve viendo los últimos minutos. Esto de la lucha libre me parece un vulgar divertimento, algo para echar unas risas en una noche en la que uno carezca de otros planes (eso sí: con todos mis respetos para los fans de este espectáculo y para los propios gladiadores). Los combates suponen una fantástica ocasión para asistir a un despliegue de caretos desvencijados, horteras con malla, camisetas sudadas, melenas de macarra y cogotes ciclópeos en los que se podría pintar el Guernica a tamaño natural y con botes de spray, en plan graffiti. A veces enfocan a las novias de los luchadores, con careto de preocupadas. Son las típicas Barbies, claro: el pelo oxigenado, las uñas artificiales, las pechugas adobadas de silicona barata, los labios con varios kilos de colágeno y un escote generoso en el que sólo falta la etiqueta con el nombre del doctor que las ha metido mano (con bisturí, quiero decir). Quizá porque nunca he sido un hombre de acción, disfruto viendo películas de acción y combates televisados de boxeo. Ahora me apunto a la lucha libre, aunque sólo sea para soltar unas cuantas carcajadas. Alguien me dijo hace tiempo que en estos combates todo está amañado, y que es un espectáculo de principio a fin, una comedia en la que cada cual finge un papel y una llave. No lo niego, pero me reconocerán que algunos luchadores se dan unas caídas de pánico. Cuando les golpean en la cara, lo cierto es que disimulan bastante mal. Su dolor no merece ningún premio a la interpretación.
En fin. Que estuve viendo hasta el final. Me divertí de lo lindo. Sobre todo por la catadura de los personajes que desfilan por el cuadrilátero, y que parecían salidos de la imaginación de un freak en estado de embriaguez. Un fulano con músculos encima de los músculos, con tanto pecho y bíceps que no puedo imaginarlo tratando de atarse los cordones. Un tío que escupía gusanos por la boca (si eran falsos, su manufactura se me antoja muy respetable). Otro tipo enteco, sin músculos y con melena de barrio, con la piel de un pollo listo para el matadero. Otro con brazos de mono, desproporcionados. En ese plan. Recomendable como show de humor.