Ayer murió el escritor norteamericano William Styron, conocido por los lectores merced a “Las confesiones de Nat Turner” y “La decisión de Sophie”, novela de la cual se hizo una película a principios de los años ochenta que gozó de cierta celebridad; trabajaban en ella Kevin Kline y Meryl Streep, que se llevó el Oscar y el Globo por su papel. Ya no recuerdo si vi este largometraje en su momento porque tenía diez años y entonces me preocupaban más los filmes de aventuras que los dramas.
De William Styron, que se ha ido a los ochenta y un años por culpa de la neumonía, sólo he leído un libro. El resto de su producción literaria no me interesaba demasiado. Pero este libro, que da título al artículo, es una especie de ensayo autobiográfico o de crónica de un episodio en la vida de Styron: cuando comenzó a sufrir una brutal depresión que lo conduciría a rozar la locura y el suicidio. La muerte de su autor me ha recordado este volumen, “Esa visible oscuridad”, y he decidido rescatarlo de mi biblioteca para releer algunas de sus páginas, como homenaje póstumo. Es un título difícil de encontrar, y creo que lo compré en alguna librería de viejo, años ha. Su lectura interesará a quienes hayan sufrido síntomas de depresión, y también a cualquier lector curioso. Hay una diferencia entre sufrir una depresión y tener episodios aislados. Quiere decirse que todos tenemos algún día malo a la semana; el mío suele caer en lunes, cuando aún me duran el cansancio y la resaca de la farra del sábado. Creemos que es depresión, pero no debemos confundir ese malestar aislado con la enfermedad depresiva, que no se cura con sueño y pasando página, sino con diversos tratamientos que combatan el sufrimiento mental. Styron logró salir de la emboscada de la enfermedad, luego dio una conferencia y a partir de ahí escribió su libro. Los síntomas críticos le entraron cuando iba a recoger un premio en París, de lo cual se deduce que la depresión, contrariamente a las creencias populares, no entiende de ricos ni de pobres, de éxitos ni de fracasos. El escritor maneja en este ensayo unos cuantos conceptos que nos explican su estado de ánimo durante su larga lucha: malsana tristeza, abatimiento, odio a sí mismo, insomnio, malestar, desazón, ansiedad, estrés, tendencia al suicidio. Menciona, incluso, los nombres de muchos artistas que cayeron en el pozo infernal de la depresión y terminaron suicidándose: Virginia Woolf, Jack London, Cesare Pavese, Ernest Hemingway, Vachel Lindsay, Van Gogh, Sylvia Plath.
Me parece oportuno citar algunos párrafos del libro: “No todos habrían respondido como yo lo hice; la depresión, debe uno insistir constantemente, presenta tantas variaciones y tiene tantas y tan sutiles facetas –depende tanto, en suma, de la totalidad de causas y respuesta del individuo– que lo que para una persona es una panacea puede ser una trampa para otra”. O la línea en la que descubre que está sanando: “A la sazón se estaba entrando ya en el mes de febrero, y aunque todavía me encontraba flojo, supe que había emergido a la luz”, que deja clara su diferencia entre la depresión (oscuridad) y el restablecimiento (luz). William Styron sobrevivió a esa oscuridad, salió a la luz y, al final del libro, escribe: “Para los que han morado en la selva oscura de la depresión y conocido su indescriptible agonía, su retorno del abismo no es diferente al ascenso del poeta, subiendo penosamente más y más arriba hasta salir de las negras profundidades del infierno y emerger por fin a lo que él percibió como el claro mundo”. El día dos de este mes, años después de aquella tiniebla, ha caído en otra oscuridad de la que ya no se regresa.