Hablábamos aquí el otro día de las colas que uno debe guardar en las grandes ciudades, mientras se van erosionando su tiempo y su paciencia, que son dos cosas que no deberíamos despilfarrar. Pues bien, luego recordé que hemos soportado peores colas en la universidad (al menos, en la privada). La diferencia es que, si uno hace cola en Correos o en la fotocopiadora de El Corte Inglés, sabe que le llegará el momento de ser atendido. Y eso no ocurría en la universidad, cuando íbamos a hacer la matrícula o a entregar los papeles para pedir la beca. No ocurría porque lo suyo era estar allí cuatro mañanas enteras, y que te tocara el turno justo cuando las secretarias cerraban la puerta del chiringuito. Había que volver a casa, muchas veces empapados de la lluvia tras haber hecho cola en la calle desde las ocho de la mañana.
Todos los años nos quejábamos los alumnos, o los aspirantes a alumnos, de esta situación. No era nada agradable presentarse a las siete u ocho, tras el oportuno viaje en autobús desde otra ciudad, y padecer varias horas guardando una cola de gente joven y harta y al final no conseguir matricularse. Tras varios viajes, intentos y madrugones, por fin lograba uno meterse en los despachos. Había muchos alumnos esperando a matricularse, sí. Pero el problema no estaba en la cantidad de chavales con los papeles en la mano, sino en los cafés que tenían que tomarse las secretarias, que eran numerosos y duraban demasiado. “Voy a tomar el café, chicas”, era la frase que uno se acostumbraba a oír. Cuando una volvía, se iba otra, y así iban haciendo interminables turnos de café que retrasaban la cosa de la matrícula. Aún era peor en la solicitud de becas. En el negociado de becas solían atender unas cuantas señoras con hábito de marujas, con el pelo muy lacado y las uñas bien limadas. Por lo general, los estudiantes las poníamos a parir en la cola de los pasillos, y hasta algún valiente se atrevía a denunciar la situación en voz alta y acababa discutiendo con ellas.
Por culpa de aquello, algún año me quedé sin beca. Iba a pedir los papeles. Los rellenaba en casa. Cogía el autobús al día siguiente, o a los dos días, dependiendo de lo que me hubiera costado reunir el papeleo necesario. Me presentaba allí y guardaba una cola de la que todos salíamos con barba y las uñas largas. A veces, cuando estaba a punto de entrar en la oficina, una señora echaba el cierre y se iban a comer, cumpliendo a rajatabla el horario, y por la tarde no abrían. De nada servía que uno le explicara sus continuos viajes hasta allí sólo con el propósito de presentar los papeles. Cuando uno lograba entrar en el negociado, que olía a café, a tabaco y a sacarina, siempre decían que faltaba un papel. Y vuelta a empezar. En una de esas, por culpa de las colas, los cierres y los retrasos, me quedé sin beca, por entregar la solicitud por debajo de la puerta fuera de plazo. Ya sabemos que los trabajadores deben cumplir unos horarios, y que hay que irse a comer, pero a uno le amargaban el curso por cinco malditos minutos. Me he acordado viendo “Pequeña Miss Sunshine”, pequeña joya sobre una familia tronada. Los protagonistas entran en un edificio para inscribir a su niña en un concurso y el plazo ha terminado hace tres minutos. Piden a la encargada que les haga el favor, que han sufrido lo suyo durante el largo viaje, etcétera. Pero la señora revenida del mostrador se niega a atenderles, hasta que otro trabajador interviene: “No importa, yo los inscribiré. Sólo son cinco minutos. No pasa nada”. Menos mal que entre aquella recua de empleadas de la universidad siempre había alguna que era amable, hacía la vista gorda y no tenía cara de marujona. Lo agradecíamos mucho.