Escucho un estruendo que se cuela por debajo de las ventanas cerradas. No hay nada abierto, para impedir que entre el frío de la mañana, pero los ruidos resultan tan poderosos que se abren paso por cualquier rendija. El estruendo parece provenir de algún tipo de máquina, un motor o algo así. Luego, el sonido de muchos motores, como si se nos cayera el cielo encima, ese viejo temor de los galos de la aldea de Astérix y Obélix. Salgo al balcón. En el cielo, volando bajo, justo encima de nuestras cabezas, pasa un gran avión. Le sigue, a un palmo, un avión militar, pequeño y veloz. Si fueran bicicletas, en vez de aviones, diríamos que el segundo está chupando rueda del primero. Los contemplo pasar. Esa imagen me trae, a velocidad de evocación, las escenas de los telediarios y de la película “United 93”. Un avión con problemas o con terroristas a bordo, y una aeronave militar pegada a su cola, tratando de solucionar la papeleta. Por supuesto, son imaginaciones. Al fondo, a lo lejos, recortándose sobre el cielo, un puñado de helicópteros militares. La estampa me fascina. El estruendo de los aviones, de las avionetas y de los helicópteros lo envuelve todo. Es un cuadro apocalíptico, propio de escenarios bélicos. Los helicópteros, acercándose por el aire en rara formación, parecen salidos de “Apocalypse Now”. Falta el cielo rojo; aquí, ese día, el cielo era muy azul. Luego, más máquinas y motores surcando el aire. Un auténtico enjambre aeronáutico y militar. Minutos más tarde sé el motivo: maniobras militares, meros preparativos en la víspera del desfile de la Fiesta Nacional.
Otra mañana: un nuevo estruendo. Tiemblan las ventanas de un modo más rompedor que cuando pasa por la calle el camión de la basura. Salgo a mirar. Algunos vecinos se han asomado a sus balcones y buscan con los ojos el origen del ruido que nos aturde. Al fin lo diviso: un helicóptero, volando muy cerca del tejado, encima de mí y de los vecinos, dando vueltas alrededor. El ruido de las hélices de los helicópteros es tan frecuente en esta ciudad que uno apenas se distrae: están los helicópteros oficiales, los de la policía, los de los equipos de televisión y los de rodaje de películas. Pero este caso es distinto: vuelta tan bajo que asusta, y se demora, insistiendo en esos merodeos a poca altura, igual que una avispa recelosa en una barbacoa, zumbando por encima de la carne y la ensalada, sin saber si es el momento apropiado para posarse. Sólo un par de días antes, alarma en las televisiones: una avioneta se estrelló contra un rascacielos de Manhattan. En los medios especulan, mencionan los fantasmas de los viejos atentados. Tras la falsa alarma, se reanuda la vida cotidiana y la gente vuelve a sus quehaceres y a sus preocupaciones. Sólo un accidente y el fallecimiento de dos personas, debido a la explosión de la máquina contra el edificio de Manhattan.
Y así vivimos desde entonces. Cinco años, ya, de sospecha, de incertidumbre, de recelo, de temor a cuanto surca los cielos. “La amenaza viene del cielo”, leí en alguna parte. O tal vez fuera un eslogan comercial; de alguna película, me refiero. O acaso sea un titular. Basta que un avión vuele muy cerca, muy próximo a los tejados bajo los que se engendran nuestras vidas confortables, para sembrar la inquietud en todos nosotros. Si un helicóptero se demora cerca de un edificio, ya no se le ningunea; al contrario, hoy escuchamos su rumor, su lenguaje de hélices, lo que tenga que decir. El futuro se ha escrito en el cielo, entre jirones de nubes y aliento lejano de estrellas. Sólo respiramos aliviados cuando el zumbido de los motores se aleja y la máquina no tiene visos de estamparse en una fachada.