En esas mañanas en las que aprieta un poco la nostalgia de los orígenes, es conveniente colarse por la red en busca de imágenes. Fotos en las que, pese al tamaño reducido, poder pasear la mirada por algunas estampas zamoranas: las calles, los pueblos, las fachadas de los edificios emblemáticos, el río, los puentes, las iglesias, los jardines, las murallas, el cielo, la niebla, la lluvia y la nieve. Quizá para quienes viven allí estas imágenes entrevistas en la red no signifiquen nada, pero para quienes estamos lejos suponen mucho. Imagino a algunas de esas personas que me escriben correos electrónicos desde otros países (gente que emigró y tiene sus raíces en la misma provincia que yo), metiéndose a diario en el periódico, para enterarse de cuanto se cuece en la ciudad, y, de vez en cuando, indagando por los laberintos de internet a la caza de postales que les devuelvan lo que dejaron atrás o lo que dejaron atrás sus antepasados y a ellos les gustaría visitar. Les aseguro que es un acto provechoso para uno, y que provoca cierto goce para la vista y para la memoria. En las misteriosas conexiones que cobija la red, encuentro sin proponérmelo un poco de información sobre Zamora de Hidalgo, ciudad asentada en un valle de Michoacán, en México; recibió este nombre, Zamora, porque muchas de las familias que la fundaron provenían de allí. Observo las fotos: parece un lugar tranquilo, donde la economía se sustenta sobre la agricultura y la industria. No me importaría recorrerlo.
Sigo viendo imágenes de mi provincia. Hoy, en este paseo virtual, busco aquellas fotografías en las que aparezcan los miradores. Encuentro unas cuantas en la web oficial de información turística del Ayuntamiento. Las imágenes son demasiado pequeñas, pero me sirven para mis propósitos de observador indiscreto, en esta ventana que es la pantalla del ordenador: el Mirador de San Cipriano, con la Iglesia de Santa Lucía al fondo, en cuyo campanario se divisa el nido de las cigüeñas; el Mirador del Pizarro, desde el que se vislumbra el Puente de Piedra; el Mirador del Troncoso, el de la calle San Bernabé, el de la Ronda de Santa María la Nueva y los del Castillo, desde los cuales admirar el Duero, La Catedral, algunas iglesias y los barrios de la periferia. Varias ilustraciones se ven entorpecidas estéticamente por las horribles grúas, que siempre afean los paisajes urbanos. En tres o cuatro de estas fotos hay nieve: tejados blancos, orillas blancas, campanarios blancos.
Se extrañan los miradores. Los miradores de las ciudades pequeñas y románicas invitan a la reflexión, a la serenidad y al vuelo de los sueños. Sospecho que, en las grandes urbes, la gente pierde un poco su capacidad de soñar. Es cierto que, a cambio, las personas progresan mucho y acumulan riquezas, pero nadie debería abandonar los sueños. Cuando caminaba por las calles antiguas de mi ciudad y me apostaba en los miradores, a veces acompañado, a veces en soledad, la mirada absorbía los colores y la composición de la luz en los objetos y en los parajes como si los ojos tuviesen sed y las vistas fuesen el agua que necesitaban para aliviarse. Esto de los sueños, además, es inmediato. Y es placentero, aunque no sea realista. Digo que es inmediato porque, en cuanto miro durante varios minutos estas fotografías de los miradores, me acomete un sueño: ojalá uno pudiera tener la facultad de introducirse en las fotografías de la pantalla, caminar durante un rato por ese rincón, palpar la piedra antiquísima y, después, una vez saciado, volver a su silla, en su cuarto. Exactamente igual que en las historias fantásticas de seres que atraviesan el tiempo y el espacio.