Cena en un restaurante árabe. Reunión de antiguos amigos en el Mosaiq, garito con dos comedores y un patio en el que se escucha el rumor placentero de las fuentes y se fuman pipas de agua. Habitaciones penumbrosas, poco iluminadas. Arabescos y mosaicos. Alfombras y velos. Hierros y sedas. Lámparas y velas. En las mesas: parejas, grupos de colegas hispanos, familias moriscas. Entre los comensales, una anciana árabe, cubierta de pies a cabeza, sólo con el rostro curtido y apergaminado al aire. Camareros españoles, uniformados al estilo arábigo. Propietarios indios. Cocina árabe con influencias de otras gastronomías mediterráneas. Una variedad de nombres exóticos en el menú. Palabras que uno lee y escucha por vez primera. Moutabal, shawarma, boreks, tagine, fattoush, kibbe, fatayer. Denominaciones que encubren una rica variedad de platos, postres y entrantes. Aroma a especias, a incienso, a cordero y a té caliente. Cerveza de Casablanca. Acompañamos con vino.
A mitad de la cena, suena por los altavoces una música. Música árabe. Sensual, mágica, tribal, con reminiscencias remotas. Se siente uno inmerso en los palacios de “El ladrón de Bagdad”. Una bailarina aparece, entonces, en el restaurante. Morena de piel y de ojos, el cabello rizado, los ojos rasgados y pintados con köhl. Bellísima, seductora. Vientre al descubierto, pies descalzos, tatuajes de henna. Por su cuerpo se distribuyen pulseras y ajorcas, collares y brazaletes, anillos y tobilleras, lentejuelas y monedas. Interpreta la danza del vientre. Avanza despacio. Se mueve como una serpiente. Baila y menea todos los músculos del estómago y de los brazos. Da vueltas y alza las manos. Nunca abandona la sonrisa. Todo el mundo deja de comer para contemplarla. Los camareros aguardan en un rincón, de pie, observando los pormenores de este baile que hechiza. Dos bailes y unos aplausos más tarde se retira, se aleja mirando al público y se inclina, haciendo reverencias. Al acabar la cena, el patio está repleto de gente fumando narguiles (pipas de agua), tomando té y bebiendo copas. No hay un hueco para quedarse. Salimos a la calle, satisfechos del lugar. Dos años atrás lo ponían a parir en los foros, pero ahora ha cambiado el servicio y la cocina, supongo. Dicen que es un sitio de moda. La noche se vuelve toledana. Toca abrigarse.
Regresamos a pie. Una larga caminata para bajar la comida, estirar las piernas y alejarse de las largas esperas buscando un taxi. Andando por Fuencarral, encrucijada de muchedumbres. De día, mercado para gente joven. De noche, zona de paso y de juerga. Se cruzan las tribus urbanas y los estilos. Latin Kings, skin-heads, pijas, señoritos, hippies, raperos, borrachos, vanguardistas, matones de medio pelo, lesbianas y gays, parejas heterosexuales, travestís, pandillas, gente bebiendo… Una vez más, atravesar Montera se convierte en la constatación de que esa calle es la triste Pasarela Cibeles de las prostitutas jóvenes. Las dos de la madrugada y algunas ya han caído derrengadas. Se sientan en los escalones de los portales o se apoyan en las esquinas. Las más guapas no están, habrán cobrado pieza pronto. Son las últimas princesas de un reino en decadencia, o sea, la calle. Aceras tumultuosas, llenas de peligro y de aventura. Al llegar al portal de casa, cuatro negros están sentados en el escalón. Rizos y rastas. Ocupan toda la entrada. Cuatro africanos sonrientes y simpáticos que fuman y beben. Les pido que me dejen pasar. Se incorporan, me piden disculpas, se muestran amables, sonríen. Uno me pregunta qué tal va la noche. Les digo adiós antes de entrar al portal. Buena gente. Sólo quieren pasar un buen rato. Como todos.