En Norteamérica han estrenado "Flags of Our Fathers", o sea, "Las banderas de nuestros padres", y pronto lo hará "Letters from Iwo Jima", es decir, "Cartas desde Iwo Jima". Para quien no lo sepa a estas alturas, cosa que dudo, se trata de las dos últimas películas de Clint Eastwood como director. Ahí lo tienen: a su edad (lo han señalado algunos críticos), en vez de caer en los tópicos o acomodarse, continúa optando por otras vías narrativas, explorando nuevos caminos artísticos, sorprendiéndonos en cada obra maestra. En cada película suya, por eso, nos deja K. O.: nadie se esperaba los tortuosos clímax de "Cazador blanco, corazón negro", "Los puentes de Madison", "Un mundo perfecto", "Sin perdón", "Mystic River" o "Million Dollar Baby". Lo que ha hecho esta vez el maestro es rodar dos películas seguidas sobre la Segunda Guerra Mundial. La visión de los soldados norteamericanos y la visión de los soldados japoneses. Las dos caras de una misma moneda, la batalla de Iwo Jima. Produce Spielberg, además. "Flags of Our Fathers" parte de la célebre foto de los soldados plantando la bandera yanqui tras esa contienda. En este filme, ha dicho un periodista, "convierte un símbolo del patriotismo estadounidense, la bandera de Iwo Jima, en una historia sobre la degradación humana y la manipulación".
Ya desde el rodaje algunos teníamos claro que Eastwood iba a lanzar varios dardos. No en vano, lo hizo en una de sus películas más ácidas, "El sargento de hierro", algunos de cuyos diálogos me sé de memoria: tras el estreno, al ejército americano le disgustó su visión corrosiva y honesta, pero realista, de lo que sucede en los barracones y en las guerras. Cuando un alto mando le pedía, al personaje encarnado por Eastwood, su opinión acerca de la guerra en la isla de Granada, éste contestaba: "Con el debido respeto, señor: es una hijoputada". Eastwood es una mezcla sabia de clásico y de rebelde, de guerrero viejo y artista polifacético. Siempre me enfureció que gran parte de la crítica no supiera reconocer su talento hasta que empezaron a darle premios en Cannes y a caerle Oscar en los brazos. En cambio nosotros, los del público, sí lo habíamos visto. La crítica de antes le adjudicaba una carrera menor como director antes de "Bird" y "Sin perdón". Pero sus obras anteriores son joyas: echen un vistazo a "El fuera de la ley", "Bronco Billy" "El aventurero de medianoche" o "El jinete pálido", o su episodio para "Cuentos asombrosos", titulado "Vanessa en el jardín".
Este verano, en Zamora, fui a tomar un café con uno de mis viejos colegas de los tiempos del colegio. Tenemos gustos afines (salvo en algún caso aislado: a él le encanta "Superman returns" y yo la detesto). Estuvimos hablando del pasado y de las películas. Cuando, inevitablemente, surgió en la conversación el tema de Clint Eastwood, de cuyas obras ambos nos sabemos numerosos diálogos, él comentó que ya no sería lo mismo para nosotros, como cinéfilos y admiradores, cuando Eastwood se muriera. No habíamos imaginado, hasta entonces, esa posibilidad. Para nosotros es un dios, y se supone que los dioses nunca caen ni mueren. Dijimos que, cuando eso sucediera, el cine iba a perder a uno de sus más grandes talentos, y ambos derramaríamos lágrimas. No exagerábamos. Este hombre ha logrado que sus películas gusten por igual a los tipos duros, a las chicas, a los niños, a los veteranos, a los románticos, a los escépticos, a las madres, a las parejas. Por algo lo llaman el último clásico vivo y en activo. De momento, espero con ansiedad sus dos nuevos trabajos.