martes, septiembre 05, 2006

Vieja escuela (La Opinión)

Algunos muchachos, cuando empiezan a escribir sus primeros cuentos y sus primeros poemas, se aventuran en un borroso camino de desorientación. No saben qué deben hacer, no saben a qué maestros imitar y, sobre todo, necesitan una maleta repleta de consejos que nadie les da respecto a la literatura. Es entonces cuando unos cuantos se deciden por las escuelas de escritura, o se compran manuales donde presuntamente les guían en aspectos como el estilo, el tiempo, el punto de vista. Allá cada cual, pero yo no los aconsejaría. Uno aprende a escribir, o al menos a encontrar su propio camino, de dos únicas maneras: leyendo mucho y escribiendo mucho. Pero sí aconsejaría, amén de otras muchas lecturas, la soberbia novela autobiográfica de Tobias Wolff, “Vieja escuela”. Me la habían recomendado un par de personas y resulta cierto cuanto me dijeron: es una maravilla. Su autor cuenta con algunos prestigiosos libros de memorias como “Vida de este chico” y “En el ejército del faraón”; el primero aún no lo he leído, pero sí el segundo, y cuenta la intervención del autor en la guerra de Vietnam. Pero, sobre todo, Wolff es autor de cuentos: entre otros, los de “De regreso al mundo” y “Cazadores en la nieve”. Es uno de los mejores cuentistas norteamericanos, con influencias de Raymond Carver, J. D. Salinger o Ernest Hemingway. Pero él no se erige en una mera imitación: está a la altura de sus maestros.
En “Vieja escuela” entramos en uno de esos colegios para pijos de los años sesenta, en el que el narrador y protagonista se siente fuera de lugar, un impostor al que no le sobra el dinero y subsiste allí gracias a las becas. No es rico y lo calla, es judío y lo oculta, y esas son precisamente las imposturas iniciales que marcarán su estancia en dicho colegio. Las primeras páginas de la novela recuerdan un poco a “El guardián entre el centeno” y a “El club de los poetas muertos”: en el primer caso, por el ambiente entre los compañeros y la descripción de los estudiantes, las habitaciones y el recinto en general, y, en el segundo caso, por la pasión que desarrollan los alumnos por la literatura y la poesía, una pasión fomentada por la competitividad y el honor (“Al no poder competir por una chica, competíamos por el honor literario”, afirma el narrador). Es decir, nos revela un ambiente en el que los muchachos soñaban con ser Fitzgerald, Faulkner o Hemingway y no, como ahora, famosos de “Operación Triunfo”.
La escuela, donde el prestigio de la literatura sobrepasa al derivado de las competiciones deportivas, programa cada año la visita de tres famosos escritores. Pero antes establece un concurso de cuentos y poemas entre los alumnos. El escritor visitante elige, con antelación, su texto favorito de entre los presentados. El ganador, así, tiene derecho a una charla privada con el escritor. Los invitados son Robert Frost, Ayn Rand y Ernest Hemingway. En los tres casos, el protagonista se desvelará por escribir algo que esté a la altura de sus ídolos. Tales escritores, creo, no están elegidos por Wolff al azar: Frost y Rand son los polos opuestos, el talento y la infamia, y Hemingway estaría en el punto medio de ambos. “Vieja escuela” toca, entonces, una diversidad de temas que atañen al escritor primerizo: el miedo al folio en blanco, la necesidad de escribir algo auténtico y sincero (“No se equivoquen, nos dijo, algo escrito con autenticidad es una cosa peligrosa. Puede cambiar sus vidas”, dice el director del colegio), el hallazgo de las heridas físicas y morales de los personajes, la huida del maniqueísmo, el aprendizaje, la culpa, la imitación y el plagio, las fronteras entre la verdad y la mentira, la leyenda y la realidad, la literatura con mayúsculas.