Iría con más frecuencia a Zamora, en vez de sólo un fin de semana al mes, si las comunicaciones entre esta ciudad y Madrid fuesen mejores. Los viajes en coche o en autobús agotan la paciencia de cualquiera. Salir de la capital el viernes por la tarde es una locura, pero no hay otro modo de hacerlo. Media ciudad, en cuanto pasa la sobremesa de cada viernes, opta por coger el coche o subirse al bus y largarse de allí, a la sierra, a sus chalets de las afueras, a sus provincias de origen, a las casas rurales. Un atasco de salida, en pleno viernes, puede llevar una o dos horas, hasta que logras alejarte de Madrid. Y no estoy hablando de hora punta. La hora punta se da siempre que el viaje caiga en viernes: lo mismo da salir a las cuatro, a las seis o a las ocho.
Cuando uno monta en el vehículo ya sabe lo que le espera. Puede subirse al coche recién afeitado, y le dará igual: al llegar a su destino, saldrá del automóvil con barba. Es conveniente incluir algunas provisiones en los asientos traseros o en la guantera: bebida suficiente para no deshidratarse, comida por si es necesario merendar o cenar, un teléfono móvil para avisar a la familia de las horas que aún quedan por delante. Un viaje que, en condiciones normales (pongamos un martes por la mañana o un miércoles por la tarde), podría solucionarse en poco más de dos horas, se convierte en un calvario durante los fines de semana: un mínimo de tres horas en carretera, como si uno se estuviera recorriendo España. El regreso y la entrada a Madrid son aún peores. El domingo pasado, por ejemplo. Al tráfico siempre denso y pesado y a las caravanas originadas por los domingueros, se unieron otros factores: accidentes de carretera, debido a los cuales a veces cortan las comunicaciones; carriles todavía en obras, que dificultan la entrada masiva al cinturón de la ciudad; desvíos por culpa de los accidentes y también por culpa de las obras; embotellamientos en las zonas de peaje y en la entrada al famoso túnel. No es raro tardar, en recorrer la distancia entre Zamora y Madrid, cuatro horas y media e incluso más. Si empiezan a sumar horas, advertirán la tortura y la pérdida de tiempo que supone una media de unas ocho horas en el asfalto, cada fin de semana, sólo para moverse entre dos ciudades que no están muy alejadas. Cuando por fin alcanza uno su destino sólo quiere olvidarse de estos trayectos, y pospone cuanto puede su siguiente visita. Porque esto, además, significa perder las tardes del viernes y del domingo. Cuando vivía y estudiaba en Salamanca nunca cogía el autobús del domingo por la tarde, para evitar la interrupción vespertina: y eso que el trayecto duraba una hora. Prefería irme el lunes de madrugada, y a menudo salía de la ciudad cuando aún era de noche.
En esta lista de inconvenientes hay que apuntar las célebres y caóticas obras de la M-30. El mayor problema, creo yo, no es ya que estas obras y los tramos cortados y el polvo y la maquinaria entorpezcan la fluidez del tráfico y vuelvan eternos los viajes, sino algo que el Ayuntamiento jamás menciona (cuando se trata de echarse flores por lo bien que, dicen sus responsables, va a quedar el proyecto una vez concluido): la peligrosidad de estos tramos. Si han tenido la desgracia de circular por allí, sabrán a lo que me refiero: un intrépido y vertiginoso rallye en el que cada conductor debe estar preparadísimo y alerta para no estrellarse en cada curva y en cada desvío. Una carrera a contrarreloj en la que, si un vehículo se retrasa, no tardarán en embestirlo. Una carrera presidida por el polvo y la mala visibilidad. Los gobernantes, claro, de esto saben lo justo: porque suelen viajar en avión y en helicóptero.