Acabábamos de cenar en casa de mi primo y alguien sugirió ver teletienda mientras nos bebíamos algo. Ya hablé aquí de estos anuncios de televisión de madrugada: hará un par de años. Pero es que son la esencia con la que se construye la caspa; la caspa de la cultura basura, quiero decir. Y por esa misma razón son muy divertidos, y para entretener las horas son mucho más adecuados que otros programas. Contienen todos los ingredientes de la caspa: el truco y las costuras se le ven a cada anuncio y a cada artículo que venden (y ni siquiera gastamos energías ni esfuerzos en discernir las trampas), los actores y especialistas son malos de solemnidad, sus sonrisas están forzadas y el diseño de los gimnasios, los salones, los dormitorios, los jardines y las cocinas que se vislumbran es tan hortera como cabría esperar de un espacio de madrugada con la pantalla cosida por números de teléfono y precios de oferta. Y, lo que es más importante y necesario en esto de la caspa: le hacen a uno desternillarse. A mí, los espacios de teletienda en horario de madrugada me divierten tanto como las películas de karatekas chinos, los western con director español, las comedias de Jaimito y el terror de serie Z.
En mis delirios fantasiosos, incluso he llegado a convencerme de que estos anuncios salvan la soledad y el insomnio de muchas personas. Si un tipo es incapaz de dormir, si no logra conciliar el sueño a pesar de tomarse altas dosis de cafeína, de valeriana y de tila, lo más probable es que, cuando se canse de dar vueltas en la cama, se siente en el sofá a hacer zapping. Entre la cochambre habitual del horario nocturno, colmado de reposiciones, largometrajes infumables, pornografía y programas repetidos, encontrará esta perla: el llamado infocomercial. Y basta con verse cinco minutos para empezar a sonreír, de pena y de vergüenza ajena, y luego soltar una carcajada. Al menos el insomne podrá pasarse parte de su noche de vigilia riendo, y la risa, recordémoslo, es una parte muy saludable de la vida. Salvo, claro, que prefiera recurrir a algo bueno y se ponga en el vídeo una de los Hermanos Marx. Al solitario le hará olvidar su soledad durante un rato, o lo distraerá unos minutos. Aunque es posible que también me equivoque y se deprima, al cerciorarse de lo patético que está el negocio para que un puñado de personas desperdicie tiempo, talento y dinero para llenar las madrugadas televisivas con su morralla de plástico.
Cuchillos que cortan latas de conserva, exprimidores con truco, batidoras más caras y peores que las que podemos adquirir en el bazar de la esquina, sofás abatibles, aparatos de gimnasia en los que el gimnasta no parece un deportista, sino un tonto, artículos de bricolaje, cosas así. Uno, después de echar unas risas de media hora, se pregunta lo que nos preguntamos todos: ¿De verdad existirá alguien que compre estos absurdos artículos? Ha de existir, porque de otro modo no continuarían grabando los comerciales. Si la teletienda sirve para divertirnos en las reuniones de amigos, para el insomnio o la soledad, dudo que sirva para quien esté bajo el yugo de la depresión. Porque comprobar que algunos actores (pésimos, como Chuck Norris; o prestigiosos, como Danny Glover) deben sobrevivir anunciando un aparato de abdominales para señoras y jubilados, o una sartén multiusos, sólo puede empujar a deprimirse más, ya que todo el asunto comporta una única palabra: fracaso. Imaginen a un alcohólico viendo teletienda. Es probable que, después de ver dónde terminan algunas vidas, se arroje por la ventana.