He ojeado en un periódico un reportaje acerca de los centenarios. Al parecer, esta es la primera generación que, en España, sobrepasa los cien años de vida. Cada vez que alguien los cumple, es motivo de celebración entre sus familiares y entre los científicos, y en esos cumpleaños no falta la noticia en la prensa. De vez en cuando los vemos en las páginas de nuestro diario (Castilla y León encabeza la lista de las comunidades con más longevos): ancianos duros como el cemento, que siguen aguantando mecha tras haber visto y sufrido las calamidades, las guerras, las dictaduras y la hambruna del siglo. Suelen retratarlos, generalmente, en la sección de comarcas. Se conoce que en los pueblos viven más y no es de extrañar: los alimentos son más saludables, el aire es más puro, el trabajo se desempeña de sol a sol desde la infancia hasta la vejez. Según el reportaje, la imposición de un objetivo es primordial: “Es muy importante no dejar de tener proyectos, tener metas, no pensar que ya está, mantenerse activo”, asegura un experto en esas mismas páginas.
Los califican de héroes, a estos centenarios, pero ellos no creen serlo. Para mí también lo son. Han vencido a las enfermedades y a los malos tiempos y, además, han visto demasiados muertos en diez décadas. A cualquiera de nosotros le basta con asistir a un par de entierros o tener noticia del suicidio de un allegado para dejarlo hecho pedazos durante meses o años. Pues imaginen ellos. Admiro esa resistencia y ese dominio: algunos, tan viejecitos, se duchan a diario con agua fría, hacen un poco de ejercicio y llevan una vida alejada ya de los vicios de juventud. Y admiro su fortaleza para haber resistido todos los puñetazos que la vida le da al cuerpo. A partir, ay, de los treinta años el hombre empieza a sentir los rigores del paso del tiempo: esa pierna que duele en los días previos a la lluvia, esas muelas y esos dientes que van cayéndose a trozos, el lumbago, las molestias para conciliar el sueño, la hernia discal, el entorpecimiento y la lentitud de las articulaciones, el estómago delicado, las migrañas, etcétera. Vamos convirtiéndonos, muy lentamente, en escombros. Pero ahí están los “chavales” de cien años: nos han demostrado que es posible resistir esa tralla y mucha más. Según los científicos, una de las claves podría estar en la alimentación. Comer un treinta por ciento menos para vivir un treinta por ciento más. No es nada nuevo; los abuelos gozan de sabiduría propia y recuerdo que mi abuelo materno me decía, cada vez que cenaba en su casa: “Hay que comer para vivir, y no vivir para comer”.
Se supone que deberíamos fijar, pues, nuestro modelo en estos ancianos. Sin embargo, hay gente joven o madura que, cuando vislumbra un rostro con arrugas, dice que no quiere llegar a la vejez, porque está trufada de dolencias, intervenciones quirúrgicas, medicamentos, dietas y ruina física. Desconfíen de ellos. Todo el mundo quiere vivir lo máximo posible. Recuerdo el caso de un tipo. Hace más de diez años, cuando él tenía veintitantos, solía contar, entre trago y trago de cerveza y con parecidas palabras: “Mira, yo lo tengo claro. Antes de los cuarenta me suicidaré. No quiero una vida llena de enfermedades, de dolores, de médicos. Al llegar a cierta edad lo bueno se acaba, así que prefiero eso de vivir deprisa, morir joven y dejar un bonito cadáver”. En la actualidad, por si les interesa, es un hombre acomodado y feliz que suele pasear por la calle con su mujer a un lado, mientras él empuja el coche del bebé. Ya no nos saludamos al cruzarnos en la acera, pero sospecho que por fin habrá descubierto que lo del bonito cadáver sólo es una frase de postal.