Cuando comenté el musical de “Los productores”, hace unos días, no me quedó espacio suficiente para contar dónde y cómo estaba sentado. Porque aquello requirió un gran esfuerzo de voluntad y un auténtico sacrificio físico. En seguida me ocuparé de referirlo y despejar las incógnitas que les hayan podido surgir. Antes prefiero señalar lo curiosa que resulta la vestimenta que suele utilizar la mitad del público cuando va al teatro: algunos se visten como si fueran de invitados a una boda (aunque les juro que no todo el mundo asiste de rigurosa etiqueta a estas celebraciones de maridaje: tengo amigos que suelen ir en zapatillas y vaqueros y con barba de dos días). Se ve, en los teatros madrileños, mucho vestidito con tirantes y mucho zapato de tacón, mucho traje, mucha corbata, y laca y demasiada brillantina. Allá cada cual, pero yo creo que, para ver un espectáculo, el hombre y la mujer deben sentirse cómodos. Al teatro va uno a mirar, no a que le miren, aunque eso explíqueselo usted a los pimpollos que aprovechan el intermedio para pasear su atavío recién comprado por el vestíbulo.
Teníamos invitaciones para el Teatro Coliseum. Me gusta sentarme en las primeras filas, cuanto más cerca del escenario, mejor. También reservo esta fea costumbre para el cine, no sólo para el teatro. Sí: uno de ese modo va perdiendo vista, pero no tiene que tragarse la visión de veinte filas llenas de cogotes; justo lo contrario que hacía cuando era estudiante, optando por los pupitres más alejados del profesor y de la pizarra, como si con la distancia pudiese librarme de ambos o parecer invisible. Sin embargo, las invitaciones consignaban que nos había tocado la última fila, atrás del todo. Exactamente, en dos asientos próximos al pasillo central. Al sentarme en mi butaca, junto a unas personas que hablaban en inglés, la fila se venció hacia delante. Mi asiento quedó inclinado, me escurrí, parecía bajito, el respaldo me apretaba en la cabeza, las rodillas bajaron. Me sentí igual que deben sentirse los astronautas en sus naves espaciales. Miré hacia mi derecha. El muchacho de la butaca de al lado estaba en idéntico brete, pero con menor inclinación de asiento. Temí que la fila se resquebrajara y se cayera al suelo, y que hiciéramos el ridículo delante de la gente peripuesta. Así que, aunque faltaba un minuto para el comienzo de la función, me levanté a hablar con la señorita que conducía a los espectadores a sus localidades. Mientras me hacía caso y no, observé el daño: faltaban varios tornillos en la parte inferior de las primeras butacas de nuestra fila, y la falta de sujeción era el motivo por el cual nos inclinábamos hacia delante. Le expliqué el problema a la chica. Me aconsejó que nos levantáramos y que buscásemos otra butaca vacía cuando empezara la obra. Pero no nos movimos del sitio, por si acaso. Al apagarse las luces, sonar la música y alzarse el telón, buscamos entre las cabezas. Pero pronto todos los huecos fueron ocupados. Lleno.
Cada vez que movía un poco el culo o la espalda, para liberar del dolor a mis riñones, o cada vez que trataba de tirar hacia atrás después de haberme escurrido casi hasta el suelo, la madera de los asientos crujía, y con ese estrépito es difícil concentrarse y no molestar al público. Minutos después descubrí la manera de soportar las tres horas de función sin que aquello supusiera un suplicio: apoyé ambas rodillas en el respaldo de la butaca delantera. De ese modo hice tope con las piernas, encontré una postura cómoda y aguanté sin rechistar. Gracias a que este musical es una ceremonia del humor, pronto olvidé mis calamidades. Sólo al terminar la obra y salir a la calle, advertí que andaba muy encorvado, como una viejecita sin bastón.