Salgo de la consulta del dentista, sita en un barrio muy alejado del edificio en el que vivo. El doctor, aunque ha echado ya raíces en Madrid, es zamorano y pariente mío. Hablamos de nuestros orígenes mientras estoy tumbado y me hurga en la boca con el instrumental: hablamos de Zamora, de Fermoselle, de los viejos antepasados que cruzaron el charco, de antiguas historias familiares, del miedo a sentarse en ese sillón para que te exploren los dientes y las encías. Allá donde vayas, en esta ciudad inmensa, siempre habrá alguien de tu tierra. Lo cual supone un consuelo y un orgullo.
Pero también supone un consuelo salir a pasear, o meterse en el metro, y que nadie te conozca y menos aún te reconozca. Es algo parecido a la felicidad. Salgo de la consulta y llevo la boca repleta de algodones y de sangre, y tengo las habituales ojeras repentinas que nos salen en mitad de estos trances, y entro en el metro para un trayecto de unos treinta y cinco minutos, y descubro con sorpresa y alegría que nadie me mira. Tengo el interior de la boca como si me hubiesen metido dentro un trapo, y un carrillo hinchado no por culpa del tratamiento, sino de esos algodones que impiden que la lengua recorra los viejos intersticios y reconozca la bóveda del paladar, igual que si fuese un viejo caracol reconociendo la carcasa o la concha bajo la que vive. Y, sin embargo, nadie me hace sentir un bicho raro con su mirada. Esto es una bendición. En una ciudad pequeña, las cabezas ya se hubieran vuelto a mi paso. Aquí, en las sillas de plástico del vagón en las que estoy sentado, nadie lo advierte, o le da igual. Le dejan a uno en paz. No hay que responder preguntas, no es necesario dar explicaciones, no tenemos que suportar un chiste malo sobre nuestro aspecto, nadie te dice lo que piensa ni señala lo que ve. Tú haces lo mismo. La razón para que este tipo de situaciones se asemeje a la felicidad es porque supone libertad. Libertad para ir como te dé la gana (o como te haya tocado, en este caso al salir del dentista). Ya conocen ese viejo caso: alguien, en una ciudad pequeña, se compra una prenda que nadie utiliza aún en nuestras calles; nos pregunta qué tal le sienta; y decimos que bien, que sí, que esa prenda es la bomba, que es original y distinta. Pero aconsejamos que no se la ponga en una ciudad pequeña. Te machacarían, decimos; acabarían con tu reputación. Te señalarían con el dedo, como si aún estuviéramos en una sociedad franquista.
Caminar por una ciudad que no es la tuya, y que además es inmensa, posee esa indudable ventaja: moverse por ahí como a uno le salga del escroto. En las ciudades pequeñas y en los pueblos estamos demasiado constreñidos por el qué dirán. Demasiado expuestos a la mirada ajena y a la censura popular y vecinal. Conozco a gente que ya no lo soporta, que odia esta situación. Nos causa embarazo salir del peluquero, por si algún conocido nos para y se ríe de nuestro posible cambio de imagen. Nos da apuro ir al mercadillo, si tenemos fama de pertenecer a la alta sociedad. Nos da vergüenza ir a Zara, si antes solíamos comprarlo todo en el mercadillo. “Atajaré por esta calle para que no me vean”, dicen algunos. “No es conveniente para mi imagen que me encuentren allí”, dicen otros. Salgo, pues, de la consulta, y, aunque las visitas al dentista jamás suponen un motivo de alegría, voy doblemente reconfortado: porque me ha atendido alguien que es de mi tierra y de mi misma sangre y que ha sabido echar raíces sin renegar de sus orígenes, y porque al caminar por la calle y meterme en el metro, con los carrillos como si me hubiera comido la cabeza de algún enemigo, nadie repara en mí ni me censura ni me señala con el dedo.