Los matones más implacables, los más fríos, no son aquellos que empuñan el cuchillo o el revólver, sino los que ordenan las ejecuciones, ocupan cargos públicos, visten traje y corbata y no se manchan las manos de sangre. Uno de tantos es el actual presidente de Estados Unidos: leemos que, durante su mandato como gobernador de Texas, firmó la ejecución de ciento veintisiete reos. En cinco años. Quizá sea un récord. Quizá sólo sean ciento veintisiete muescas en la culata de su rifle, y el tipo no les dé mucha importancia salvo la que implica acumular puntos para obtener alguna medalla. Como Estados Unidos es un país muy contradictorio, acaban de colgar en la página web del Departamento de Justicia Criminal de Texas todo lo relativo a cada prisionero ejecutado: sus datos personales, su fotografía y las últimas palabras que soltó antes de que el verdugo y el sistema le diesen pasaporte al otro barrio. Salvo, cuentan en El País, que incurra en insultos o mancille el nombre de Dios (en estos últimos casos, su declaración se censura). Algo así como decirle al hombre a punto de morir: vamos a matarte, así que agradécelo para la posteridad, no olvides dar gracias al Señor y a tus verdugos. El hombre que va a morir suele tener este perfil: negro, joven, pobre. Estos son los que, generalmente, van a dar con sus huesos a la cárcel y a la camilla de la inyección letal, y luego al infierno. Los ricos y poderosos, en cambio, suelen ir del paraíso en la tierra al paraíso del cielo. Un cuento, ya ven.
He entrado en la página web de este Departamento de Justicia Criminal para comprobar con mis ojos que esos datos están colgados en la red. En efecto: hay un total de trescientas setenta y seis ejecuciones. En el colmo de la corrección política, a los reos los denominan “Ofensores”. Una palabra amable para alguien a quien le han dado puntilla. Prepárense, porque estos son los datos del asesinado que aparecen: número de ejecutado, nombre y apellidos, fecha de entrega al matarife, edad, raza, altura, peso, color de cabello, lugar de origen, entre otras cuestiones personales, además de las fotografías que los retratan de frente y de perfil, el sumario del delito y las palabras finales que pronunciaron durante el espectáculo (no de otro modo podemos designar un acto en el que los espectadores toman asiento y en el que sólo les falta comer palomitas y beber refrescos). En suma, una página ideal para amargarle a cualquiera el desayuno. Una web donde se amontonan los muertos, similar a una fosa común, pero muy ordenada, porque así lo exige su burocracia: matar de otro modo no es legal.
No he traducido ninguna de esas despedidas, pero en la prensa hemos podido leer unas cuantas en castellano. Basta con unas pocas. Son escalofriantes. Los reos invocan a sus dioses, piden perdón a las víctimas y a los familiares, y dejan sus últimas palabras, sus últimas fuerzas, para los seres queridos y los amigos. En “Walk the Line”, torpemente traducida en España como “En la cuerda floja”, un productor le dice a Johnny Cash algo así: “Si estuvieras a punto de morir y tuvieras que cantar una sola canción que lo expresara todo, ¿cuál cantarías?”, y Cash, interpretado por Joaquin Phoenix, se arranca a cantar con tal vigor y sentimiento que parece que sus palabras y los acordes de su guitarra serán los últimos de su existencia. Algo del estilo sucede con los ejecutados por Texas; sólo que, al terminar, no hay aplauso ni contrato, sino la muerte: deben emplear con sabiduría la última munición oral para que sus familias comprendan su cariño. He leído unas cuantas, y me quedo con este broche tras la despedida: “Está bien, carcelero, dales lo que quieren”.