Últimos días en Zamora: me dediqué a aprovechar el tiempo y los paisajes, la gastronomía y algunos de mis rincones favoritos. Cosas que uno no puede hacer en Madrid. Sorbiendo en mi tierra hasta la última gota de paz. Cosas sencillas. Placeres mundanos. Las rememoro ahora, ante el teclado de mi ordenador, que ya me echaba de menos (o yo a él). Observar a mi gato asomado a la ventana, que a su vez observa ávido y con su instinto de cazador a los pájaros que cruzan por delante; atender a la maravilla y la precisión de cada uno de sus movimientos, de los paseos de su cola, de sus orejas percibiendo todos los ruidos de la habitación y de la calle, el modo en que se lava la cara o me espera para que lo persiga, la manera en que tiene de jugar con las moscas que se cuelan en la casa. Visitar Sanabria una vez más, sentir su brisa en el pellejo, remojarme en las aguas del Tera y del Lago, mirar cómo saltan las ranas desde las piedras y cómo los peces surcan el fondo, meterme por los rápidos y salir de allí premiado con golpes y magulladuras, visitar al gato rubio de la vez anterior y darle para comer el atún de otra lata de conservas, buscar moras y luego llevarme tres o cuatro a la boca, no perderme el sol mientras nos dice adiós antes de esconderse tras las montañas, atender a la carretera, ya de vuelta y por la noche, por si se cruza algún animal, y sí, se cruza, a lo lejos, un zorro agazapado que, por fortuna, se salva.
Cosas sencillas. Placeres mundanos. Pasear por el entorno del Castillo, en la ciudad, y probar los almendrucos, para averiguar si aún pueden comerse o si su interior ha adquirido ya dureza, la dureza de la cáscara de la almendra. Detenerme en algún mirador, con los barrios bajos a mis pies, y entretener la vista con el río, su superficie que parece inmóvil, que refleja los cielos, que desde lejos parece un espejo de hielo, contar una vez más los ojos del Puente de Piedra y, una vez más, olvidar cuántos son al reanudar la marcha. Pasear la vista por los tejados, oler los muros y las piedras, meterme por caminos en los que la arena cruja bajo mis pies. Caminar por una orilla del Duero, escuchando a los patos, atisbando los agujeros de las paredes, por ver si diviso alguna lagartija apresurada o muy quieta. Todo esto, por supuesto, debe hacerse con ojos nuevos, como si viéramos el río, los tejados, las lagartijas, los patos, por primera vez. Quien hace a diario estas rutas termina por no ver nada, deja de fijarse en los animales y en el modo en que el viento mueve las ramas.
Pasar una tarde en la piscina de Villaralbo, la piscina de mi adolescencia. Recorrer la carretera vieja que va hasta el pueblo, recordar sus curvas, sus campos de maíz, las fincas y las casas antiguas de los agricultores, comprobar que los baches donde rebotaba con la bicicleta o con el coche ya no existen. Cabrearme un poco al verificar, en persona, la cantidad de casas que están construyendo a un paso, a sólo un paso, de la piscina. De tal modo que desde las viviendas tendrán una buena vista, pero no desde la propia piscina. Incluir, en el último día en la ciudad, unos minutos de tapeo: patatas bravas, perdices con salsa, tiberios, pinchos morunos que piquen. Todas estas cosas que uno repite, casi apresuradamente, en los pocos días que pasa en la ciudad, son las que suelen hacer quienes viven fuera y vuelven de vez en cuando. En la calle, encontrarme gente con la que hablar de la ciudad. Están los que viven en ella y desean mudarse. Los que viven en ella y no abandonarían su tierra por nada del mundo. Los que ya no viven en ella y están deseando regresar, quizá cuando se jubilen. Los que ya no viven en ella y no quieren volver. Cosas sencillas. Placeres mundanos.