En España, y en literatura, el género fantástico y el de terror no gozan de mucho predicamento. Los mandamases de los suplementos culturales son incapaces de salirse de los clásicos: Edgar Allan Poe, Bram Stoker, Lovecraft y pocos más. Tres cuartos de lo mismo sucede con el cine de ambos géneros en este país. Y, curiosamente, casi todas las películas más taquilleras de la historia contienen elementos fantásticos: las sagas de "La guerra de las galaxias", "El Señor de los Anillos", "Parque Jurásico" o "Harry Potter". A mí ambos, el terror y el fantástico, se me antojan imprescindibles. En España, sin embargo, en los últimos años está funcionando una editorial que apuesta por las dos temáticas, a las que cabe sumar la ciencia-ficción y la novela de dragones y espadas. Se llama La Factoría de Ideas. Por supuesto, mi interés radica en su colección de terror y suspense. Porque dicha editorial está rescatando la obra de autores contemporáneos como Richard Matheson, Tom Piccirilli, Ramsey Campbell o Clive Barker (he pedido los dos primeros volúmenes de relatos de sus "Libros de sangre", mientras la editorial prepara el tercero y el cuarto). Acabo de leer, en esta colección, una novela de Jack Ketchum, "La chica de al lado": de ella y de su autor quería hablar hoy.
Supe de Ketchum gracias a Stephen King, quien siempre recomienda a los mejores escritores del género en su página web o en sus artículos para las revistas especializadas o en los prólogos a su propia obra. En Estados Unidos es un nombre conocido y reconocido con varios galardones, ya sea por sus novelas o por sus relatos. Dicen que, en sus historias, suele dejar al margen los elementos sobrenaturales para centrarse en el ser humano y su crueldad, porque es más realista y, es obvio, da más miedo. Porque cuanto atañe al ser humano en sus historias podría sucedernos a nosotros: asesinos, mujeres que enloquecen, torturadores.
Pero adentrémonos en "La chica de al lado". Parte de hechos reales, de una noticia acaecida en los sesenta que el autor encontró en los periódicos: las torturas de una mujer y sus hijos a sus dos sobrinas, en el sótano de la casa en la que se alojaban. Ketchum trasladó la acción a los cincuenta, se inventó algunos personajes e incluso dulcificó un poco las atrocidades cometidas por la familia. Aún así, puedo asegurar que el libro no es apto para estómagos débiles. Comienza describiéndonos uno de esos amables barrios que vemos en las películas de Tim Burton o en los cuentos de Carver y Cheever: esos suburbios donde todo es bonito por fuera pero está podrido por dentro, con casas que esconden secretos horribles y vidas truncadas. El chaval protagonista, narrador de los acontecimientos, conoce a dos niñas que han perdido a sus padres en un accidente, y que son acogidas por su tía. Pero la tía es una mujer que está enloqueciendo rápidamente, que permite que sus hijos menores beban cerveza y la ayuden a castigar a ambas muchachas. Pronto entran todos en un juego de violencia y sadismo que hace temblar al lector en algunos capítulos. Lo más aterrador no son las torturas que les infligen, ni los vericuetos de la mente enferma, sino el modo en que, en la novela, a los niños no se les enseña la diferencia entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo incorrecto, lo cual recuerda a Golding y "El Señor de las Moscas". Niños crueles: sin duda uno de los temas más terroríficos ("¿Quién puede matar a un niño?", "El pueblo de los malditos") que conocemos. El crío curioso, aquí, ya no tiene entre manos una mosca a la que arrancar las alas, sino una niña. Ketchum posee un estilo telegráfico y sabe manejar bien las elipsis, y esto confiere más efectividad al conjunto.