Gijón, la ciudad donde pasé el fin de semana, ha sido siempre para mí una antesala del paraíso. Si alguien la menciona, o simplemente me viene a la memoria su nombre, evoco un mar picado de olas, el vuelo casi irreal de las gaviotas, pastos verdes envueltos en adorables jirones de niebla, humedad repleta de aromas a salitre y a sidra derramada, las vistas azules, glaucas y grises del cerro de Cimadevilla (azules por el océano, glaucas por la hierba, grises por los cielos nublados), el sabor del pastel de cabracho, de las parrochas y del queso de cabrales servido con rodajas de manzana y unas gotas de miel, camareros que escancian la bebida sin mirar al vaso y a la botella, las calles próximas al Paseo Marítimo, la vista del puerto que es, para el ojo, como un blues para el oído. Gijón ofrece, además, otras ventajas: es pequeña y acogedora y, gozando de su ubicación en la costa, aún no está lastrada por los excesos urbanísticos de ciudades como Benidorm. Muchas personas dicen que Zamora es el sitio ideal para vivir. Yo añadiría que le falta el Cantábrico bañándola.
Llegamos el viernes por la noche, demasiado tarde para cenar en los restaurantes y demasiado tarde para que los bares del entorno de la Plaza Mayor nos sirvieran sus tapas y raciones. La solución fue meterse en un diminuto local del Paseo Marítimo, donde ya habíamos cenado en las madrugadas de otros veranos, y comprar bocadillos de escalopines al cabrales, muy suculentos y alimenticios. Los garitos de sidra ya cerraban, pero contamos con la suerte de topar con una taberna cuyo camarero tuvo la amabilidad de ponernos unas botellas para entonar el gaznate. Proliferaban las despedidas de soltero y abundaban los visitantes y los viajeros. Corría la brisa, la piel notaba el relente de la noche, pero aquello fue un alivio, tras un mes y pico sudando en Madrid. Porque en Madrid, en verano, se suda durante veinticuatro horas al día. Aquel aire fresco supuso un respiro y nos trajo la bendición de no empapar la camiseta.
La playa, a la mañana siguiente, estaba abarrotada de gente. Aún más por el hecho de que, cuando pusimos los pies en la arena, la marea había subido, dejando apenas unos metros de playa seca donde se apilaban las toallas, los cuerpos y las sombrillas. Como no me entusiasman las aglomeraciones, y menos aún en la playa, me pasé casi todo el tiempo en el agua, un agua fría y saludable aunque saturada de algas. El domingo, además de volver a bañarnos y de contemplar el horizonte luminoso y erizado de velas, vimos las acrobacias de las avionetas y de los paracaidistas que descendían, como muñecos de trapo o de juguete, sobre los bañistas. Aviones que realizaban piruetas, que hacían un vuelo bajo y atronador, que dejaban una estela de rizos blancos en el aire. Vimos a los gaiteros y escuchamos su sinfonía, y observamos algunos bailes folclóricos, y comimos todos los manjares que he citado al principio y algunos más: calamares con limón, chorizo a la sidra, entrecot con langostinos al jerez, quesos variados, navajas a la plancha, fabes con almejas. El punto y final lo dimos en el Cerro de Santa Catalina, en el barrio de Cimadevilla, en domingo por la tarde, muy cerca de la escultura de Chillida “Elogio del horizonte”, que al parecer los asturianos bautizaron también como “El Váter de King-Kong”, sobre la hierba, echados en la ladera y mirando el cielo y el mar, escuchando la música del aire y del agua, satisfechos de la visita. Lo mejor de todo, no obstante, fue la noche del sábado, que pasamos recorriendo los bares en compañía de David González, amigo y poeta con magníficas dotes de anfitrión y cicerone. Pero eso lo escribo ya mañana.