lunes, agosto 07, 2006

Dos estampas (La Opinión)

Cuando viajo en un transporte público o camino por la calle suelo presenciar diversas estampas curiosas, múltiples escenas de la vida cotidiana. Procuro memorizar sus ingredientes. Hoy traigo aquí un par de ellas, y espero que gusten.
En un vagón de metro. Estoy sentado en un banco; no suelo hacerlo, pero hay sitios de sobra. Junto a la puerta más próxima se apoya un tipo joven y grandullón, de espaldas anchas y pelo al cepillo. Cuando el tren se detiene en la siguiente parada, entra una familia. Padre, madre e hija. Primero pasan ellas. Detrás va el padre, cargado con dos descomunales maletas con ruedas. Cuando franquea la puerta, y justo al pasar al lado del grandullón, se revuelve como si una serpiente le hubiese mordido en el lomo. El padre se vuelve hacia el otro y se encara con él. Pero antes me gustaría describirlo: también es grandote, gasta gafas de miope un poco caídas sobre la punta de la nariz (como si fuese un profesor de matemáticas), le calculo cincuenta y tantos años, cabello corto y cano, cara de buena persona, de tío en el que confiarías, de hombre al que podrías contarle un secreto. Parece español y a uno, al primer vistazo, le parece que es eso: un señor de Cuenca o de Salamanca, que trabaja de maestro y se va de vacaciones y está de paso en Madrid. Entonces se encara con el otro, y resulta que es mexicano: “¡Cuidado, amigo, que te veo! A ver lo que hacemos, ¿eh, amigo?” El mexicano se protege la cartera, y luego lo deja estar y se va a la puerta de enfrente. Le pide a la hija que agarre mejor su bolso de mano. Y tú vas y te haces las cuentas: el grandullón ha intentado sisarle el billetero, ya que el otro tenía las manos ocupadas. Miras al joven y tiene pinta de guiri panoli que no se entera, o que hace como que no se entera. El padre, mientras llegan a la siguiente parada, no deja de mirarlo por encima de sus cristales, entre desafiante y calculador. Se notan las tensiones en el vagón y los pasajeros las advertimos. Resulta que la parada en la que se baja la familia es la misma en la que yo me bajo, y veo el desenlace. El padre permite que su mujer y su hija salgan delante de él y, con una fuerza que me parece prodigiosa, levanta a pulso los maletones, los levanta del suelo y sale del vagón. Al pasar junto al tipo le dice: “¿Qué pasa, eh, amigo? Mucho cuidado con lo que haces, cabrón”. Fuera del vagón se da la vuelta y le invita al baile: “¿Qué pasa? Ten mucho cuidado. Ven aquí, amigo, ven, ¡que te rompo toda tu madre!” Pero el otro no entiende su idioma o se hace el tonto y las puertas se cierran y la familia sigue su camino. Y a mí la escena me fascina por varios motivos: porque he visto a un padre defender su terreno con uñas y dientes, a un hombre con pinta de pacífico que no duda en meterse al trapo si le tocan la moral, y por su jerga mexicana.
En la calle. Un chico con aspecto de viajero trotamundos, uno de esos individuos flacos pero con buena salud, que tal vez vagabundea por mero capricho, tiene dos cachorros: una perra negra y un gato siamés. El gato debe tener apenas unos días de edad. No deja de mimarlos y les ha colocado, junto al bulto de ropa y mochilas donde descansan, sendos cuencos de comida para perros y para gatos. Me acerco y echo unas monedas. Observo a los animales. Un matrimonio se detiene y alaba la belleza de la perra y el gato. “Esto es un buen negocio, ¿eh? ¿Y cuánto pide por ellos?”, pregunta el señor. Responde el chico: “No, estos animales no se venden. Van conmigo, son míos. No los vendo”. El chico parece un padre orgulloso de su prole, y observo cómo el gato se dispone a saltar, como si el perro fuera una presa, y ambos juegan y se empujan. La gente se para y el chico se infla, repleto de orgullo y felicidad.