Vuelvo por El Rastro. Hacía tiempo que no lo visitaba, pero esta vez no compro ningún libro. Tropiezo, no obstante, con dos o tres personajes dignos de figurar en algún texto, de modo que los traigo a esta columna, con la venia del lector y su paciencia. En una de las calles de este monumental mercado de los domingos y festivos hay siempre una señora tocando un organillo de manivela. La mujer parece una castañera, con sus arrobas, su pañuelo en torno a la cabeza, su vejez algo prematura, su espalda encorvada, pero es una organillera, y mueve el manubrio haciendo una música como de caja de muñecas. Permanece sentada en una silla, en medio de la carretera y del bullicio, entre el gentío que pasa y se queda mirando. Adorna el organillo, que es de colores muy vistosos y primarios, con estampas católicas de santos y vírgenes. Si buscan bien por la red incluso podrán encontrar alguna fotografía de ella. Pero no basta verla: hay que oír su música de juguete. Más arriba está el barquillero. Uno siempre mira a los vendedores de barquillos con nostalgia de un tiempo no vivido y con cierto cariño. En Zamora, en Santa Clara, siempre se ve apostado uno de estos barquilleros, con su oficina portátil, junto al edificio de Correos. El barquillero del Rastro, tocado de gorra chulapona y chaleco fino, piropea a una niña. La niña más guapa de Madrid, pregona. Esto, a poco que uno sea entendido en las suertes de la mercaduría, significa que echa el requiebro amable para que la niña vea los barquillos y los padres consientan el capricho.
Cerca de allí la gente se detiene a mirar a un mozo con guitarra. Está sentado en una caja de fruta o en una silla de tijera, que esto no lo recuerdo bien. Los acordes no suenan mal, y uno no entiende a qué viene eso de pararse en seco, con susto, mirar unos segundos y ponerse en marcha otra vez. El mozo guitarrista lleva la cara mancillada por viejas cicatrices, como si le hubiese estallado una mina en los morros. Da un poco de pena. Pero da más pena fijarse en lo que los curiosos se detenían a mirar. Porque la mano derecha que toca la caja de cuerdas del instrumento no es tal. No hay mano que valga. El muchacho tiene, en lugar de ese apéndice imprescindible, un garfio negro. Un garfio sin punta, o de punta roma. Con el gancho rasga las cuerdas, y más o menos se defiende. Con la izquierda, que sí está entera y con sus cinco dedos, maneja hábilmente los trastes del mástil. Lo cual demuestra que existe gente para todo, y que el impedimento físico no frena el aprendizaje de las artes. Uno tiene dos manos y no sabe tocar la guitarra, pero tampoco el violín, ni el piano, ni nada que se les parezca. A uno, en el colegio, le dieron unas clases de flauta, pero sólo llegó a arrancarle una nota: el do. Uno cree que le aprobaron la asignatura por compasión, que es otra manera nada vergonzante de sacar curso.
Un joven bravío, con el material desperdigado por el suelo, grita que vende muy barato. Pelotas de tenis usadas, camisas rotas, zapatos sin su pareja, cosas así. Dan ganas de decirle que, si vendiera esa basura a un precio caro sería un sinvergüenza y un ladrón. Pero uno no dice nada, por educación y respeto al prójimo y porque no gusta de afear el trabajo de los demás, que también deben llenarse el bandujo. Lo peor del mercadillo es la suciedad que deja el género humano: eso da poco deleite. Veo a una madre, tatuada en el brazo; el tatuaje pone: “Mamá, no te olvido”. La coma y la tilde las añado yo, porque la frase carece de ambas y las palabras están en mayúsculas. También pudiera ser que significara: “Mamá no te olvidó”, todo depende de cada cual. Por eso son tan importantes las comas y las tildes, fíjese usted.