Se divide en varias partes. La primera atañe a los muertos, que la autora separa en muertos públicos (niños y mujeres víctimas de guerras y otras atrocidades, torturados por las dictaduras, etc) y privados (sus abuelos, su padre, aquella amiga de la infancia); hay mucha crudeza y algún rencor contra los opresores, entre los que se cuentan su padre y su abuelo, que no debieron tratarla muy bien. La segunda corresponde a los vivos y se divide en tres: la familia, los hombres y los niños. A medida que avanzamos, la autora va suavizando sus cuchillos; de tal manera que la última parte es lírica pura, una especie de altar para sus hijos. Un libro que empieza con rabia y dolor y muerte y acaba con esperanza y alegría y vida. Ya estoy deseando leer otro volumen de la autora, El padre, que compré hace poco. Por cierto, las ediciones son biblingües, lo cual se agradece mucho. (Llegué a este libro mediante la recomendación de David. Gracias, una vez más).
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