Un reciente informe de la Dirección General de Política Comercial asegura que comprar fruta en los hipermercados es menos económico que comprarla en las tiendas. Esta verdad la comprobé unas semanas atrás. Para empezar, los manjares de las fruterías de toda la vida no vienen aprisionados entre plástico y celofán, como si fueran pájaros enjaulados; las sirven dentro de sus cajas, expuestas al calor que se filtra por los cristales, al aire que se cuela por las puertas y a la humedad de los locales. Las rondan las moscas, pero no nos importa. Un hombre me dijo, de vendimia en Fermoselle, que la fruta buena es la que ha sido mordida por los bichos y picoteada por las aves. Esos ataúdes de celofán, con el precio y el peso inscritos en una etiqueta pegada en la superficie, no sólo salen más caros: también sus productos son algo insípidos. La última vez salimos cargados con varias bolsas de una de estas fruterías del barrio: hortalizas, verduras, frutas, y todo por algo menos de diez euros.
El muestrario de las fruterías del barrio resulta, así, una delicia para la vista, para el tacto, para el olfato, para el gusto, y sería una delicia para un oído fino si sus artículos colgaran aún del árbol y la brisa los meciera, igual que una mano materna mece la cuna. Son fruterías regentadas por pakistaníes, por turcos, por hindúes: sus pieles morenas, casi negras, casi marrones, contrastan con el colorido vivaz y festivo de los cajones de dentro y fuera de cada tienda. En algunas cajas revolotean las moscas y los mosquitos, ebrios del olor a dulce, mareados con el exotismo caduco de los plátanos maduros y de los melocotones. Son casos aislados. El resto de la fruta está impecable. Es un festín de verduras, de hortalizas, de hierbas, de frutos que uno jamás había visto y aún menos probado. Manojos de menta, una planta muy difícil de matar: vienen atados con una goma y se los llevan los sudamericanos para prepararse mojitos, esa delicia de verano. La primera vez que bebí un mojito fue en La Bodeguita del Medio, un local de Mallorca en cuyas paredes había fotos de Ernest Hemingway emborrachándose con este cóctel. Hielo picado, soda, zumo de limón, azúcar de caña, ron blanco: pero el toque maestro se lo dan las hojas machacadas de menta o de hierbabuena. Junto a los plátanos maduros, que amarillean y luego ennegrecen y se pudren con lentitud, están los plátanos verdes de medio metro de longitud, que los extranjeros cortan en rodajas y fríen en abundante aceite: son tan descomunales y grotescos que podrían venderlos en el sex shop. Limas apropiadas para echar su zumo en otros cócteles, o para decorar postres. Lechugas como cabezas melenudas de gigantes: pesan tanto, en la mano, que la muñeca se te dobla al coger una; lechugas de hojas muy verdes y sanas, muy doradas por el sol. Papayas y mangos, de diversos tamaños, colores y procedencias; los inmigrantes las utilizan en todo tipo de platos y de postres (una vez me sirvieron un helado de mango en un restaurante indio), pero yo sólo sé comerlos crudos y sin piel.
Y hay cerezas, piñas, tamarindos, cañas de azúcar, plátanos enanos, maracuyás, kiwis, chirimoyas, litchis, carambolas, melones, sandías, nísperos, guayabas, aguacates, limones y tantos otros productos que sólo sé identificar porque les han puesto el nombre en un cartel o porque me lo dice el tendero. Una macedonia de vitaminas y sabores agridulces, un espectáculo para los sentidos, un conglomerado de hechuras con connotaciones eróticas. A veces el dueño riega los cajones, para que el calor no las mate antes de que se las lleve el comprador. Así se mantienen frescas. Con este infierno de verano sólo respira uno bien en estas fruterías.