Durante el fin de semana estuve en la que llaman la playa de los madrileños, o sea, en la playa de San Juan, en Alicante. Contaré cuanto he visto en dos o quizá tres artículos, siempre que el lector sea capaz de armarse de paciencia y sepa perdonar mis desmanes. El viaje en coche desde Madrid a Alicante, sumando la operación salida, nos dura unas cinco horas. Nos alojamos en el piso de un amigo, Sergio Martín. Sergio es zamorano y tiene plaza en Radio Nacional. Compagina los informativos locales de la ciudad con intervenciones nacionales en el programa de Olga Viza, El Tranvía, donde Sergio Martín es El Polizón, apodo con el que todo el mundo lo conoce ya.
El sábado por la mañana, en cuanto nos vamos a la playa citada, empiezo a ponerme nervioso. Me gusta el mar y me place la música de las olas y me entusiasma bañarme, pero el resto es una suma de incordios; me desagrada la arena, que se cuela por todas partes e impide leer un libro; y los mejunjes y protectores solares que hay que echarse en el cuerpo para que no se carbonice; y la sensación angustiosa del salitre en la piel cuando uno se seca al sol; y la imposibilidad de lavarse las manos con agua dulce y jabón; y el calor apretando los tornillos de la cabeza; y lo guarro que es el personal, que deja de todo en el agua y yo me lo voy encontrando mientras nado: una compresa, una lata de cerveza, un ladrillo, un escupitajo, una chancleta llena de algas. Un asco, oiga. El día anterior ha habido mucho revuelo por el ataque de un pez, el golfar, a la mano de una niña. Tal vez eso explique que no haya tanta gente en la playa como me esperaba. Cuando llega la hora nos arrimamos a un chiringuito. Comemos a un paso de la arena, en la sombra, con el mar a mi derecha, con el cielo muy azul y los turistas metiéndose sangría y grandes paellas entre pecho y espalda. Nos atiende un camarero muy ibérico, típico de las tabernas de Madrid, un señor antiguo que se equivoca todo el tiempo de mesas y de pedidos y del que sospecho una pequeña embriaguez. Mis sospechas se confirman: cada vez que tiene un minuto libre se junta en una esquina con otro camarero y ambos se ponen a soplar cervezas de bote. Con el calor húmedo y tanto empinamiento de codo, es lógico que no sepa ni por dónde se anda. Pedimos un arroz a banda, que es manjar que entretiene, nutre mucho y obliga a chuparse los dedos. Por la tarde, tras la comida y el café con hielo, nos vamos a Villajoyosa, pero eso lo contaré mañana para no andar mezclando las cosas ni confundir al personal.
Mientras caminamos o viajamos en coche, nuestro amigo nos explica la ciudad: su pasado y su presente. He estado de niño en Alicante, pero apenas recuerdo cuatro cosas, anécdotas e imágenes. Al caer la noche nos acercamos al puerto. También se come bien allí: unas raciones de fritura y algo de marisco para entonar el estómago y acondicionarlo para las copas nocturnas. Mis ojos no pierden detalle, antes, durante o después del puerto: el Paseo de la Explanada, donde está la Feria del Libro y hay puestos de baratijas y ajorcas, y donde se ven sillas de madera para los jubilados, sillas que nadie roba y están siempre ahí; las placas que conmemoran a Gabriel Miró, escritor de quien por casa tengo algún libro que aún no he leído; un fulano con una serpiente amarilla y bien cenada encima del cuello, a modo de bufanda, para que la gente se haga unas fotos con ella y le dé unos euros al tipo; una cola de coches con argelinos en busca del Ferry de Argelia; bares, terrazas y calles repletas de gente, de turistas, de madrileños, incluso nos topamos con uno de Zamora en la puerta de un garito; negros del top manta o del top toalla; alegría, colorido y mucha juerga.