Cerca de casa, esperando a un amigo a la salida de una parada de metro, le comento a un colega que el barrio tiene sus inconvenientes. Que a mí hasta ahora no me ha ocurrido nada, pero que, en el fondo, hay mucho peligro: atracos, drogas, trapicheos, broncas, redadas, detenciones, jaleos nocturnos. Mientras le cuento algunas historias, he aquí que dos individuos con trazas de alcohólicos o de toxicómanos (ya sé que los estragos que causan el alcohol y la droga son distintos, pero estábamos a unos cuantos metros de distancia), dos individuos, digo, empiezan a discutir. Le cuento algunas cosas y recuerdo otras. Esa misma mañana, sin ir más lejos, cuando el ruido exterior y el zumbido de las sirenas de la policía me hicieron abandonar los quehaceres y asomarme a la calle. Y vi lo típico, en estas lides: un coche y dos motos de la nacional, un nota con careto de cuero tirado en el suelo y con las manos a la espalda, y un par de polis jóvenes que le calzan las esposas y lo meten en la parte trasera del vehículo.
Mientras esperamos a la salida del metro, los dos caballeros (es un decir) abandonan la discusión, porque uno sale por piernas y el otro comienza a perseguirlo. No es una carrera de atletas, precisamente. Las adicciones varias han perjudicado sus músculos y su velocidad. Una vieja con bastón y buena salud, si se lo propusiera, podría darles caza. Se persiguen y le narro alguna otra historia reciente a mi amigo. Hace unas semanas, cerca de allí, tuvo lugar un atraco en el que casi muere una chica china. La cosa fue así, me lo contó mi vecina: domingo, alrededor de las diez de la mañana, una calle cualquiera del barrio. Dos hombres de la morería sostienen, entre dos coches, a una muchacha. Uno la estrangula por detrás, y el otro trata de quitarle el bolso. Tres mujeres los ven y advierten el paño: una señora asomada al balcón, una chica que pasa cerca y mi vecina, que es la que grita llamando a la policía. Los dos cacos se dan a la fuga, con el bolso en las manos y el culo prieto de quien escapa. La china cae a la acera, se desploma, parece un cadáver reciente, le salen burbujas de la boca, no le notan la respiración. Poco a poco vuelve en sí. No entiende una palabra de español, sólo sabe que estuvo bailando un rock and roll con la muerte y que ha escapado por los pelos del pasaje a otro barrio. A una de mis amigas zamoranas le sucedió algo peor, meses atrás y un barrio más allá del mío: iba a trabajar a las siete de la mañana y un fulano latino le salió al paso, le puso un cuchillo en la garganta y la obligó a entrar en un cajero y sacar pasta. Estas cosas, sea uno el testigo o la víctima, dejan huella y causan un trauma que no se quita jamás. Lo peor es que siempre son los mismos quienes pagan el pato, los inocentes y los ciudadanos ejemplares: chicas, mujeres solas e indefensas, trabajadores de madrugada, señoras con bolso bajo el brazo que vuelven de misa.
Los dos ejemplares de cerca del metro se alcanzan, y se empiezan a dar una mano de bofetones y puntapiés. Se arrean bien, muy lejos de donde estamos nosotros. Y recuerdo una escena de esa misma tarde, sobre las siete, o así: en el escalón de entrada al portal del edificio en el que vivo veo a dos árabes, sentados y preparándose con sumo cuidado y deleite una raya de cocaína o speed o lo que sea. Cuando introduzco la llave en la cerradura uno de ellos levanta las manos en son de paz y dice: “Disculpa. Disculpa”. Asiento con la cabeza, seca y brevemente, como diciendo: “Me hago cargo, mientras a mí no me la preparéis parda”. Los dos individuos del metro siguen pegándose, y en esto aparece la policía y termina la pelea. Aquí siempre hay guerra. Aquí siempre es así. Aquí, la violencia es el idioma común.