Algún día la naturaleza nos pasará factura, y nos arrepentiremos. Me refiero a la fiebre de construir viviendas y urbanizar todos los paisajes naturales, una fiebre especulativa y millonaria que, en vez de rebajarse, con el tiempo aumenta. Greenpeace ha elaborado un informe que titula “Destrucción a toda costa”, y en el que denuncia que este año se ha duplicado el número de permisos para construir en la costa. Viviendas, campos de golf, puertos deportivos, mamoneo y especulación. No es que uno sea miembro de Greenpeace, pero la mayoría de las veces tienen razón. Como en el caso que nos ocupa. Si coges a un aborigen de una zona selvática y pura y le muestras la costumbre del hombre civilizado de cambiar el árbol y el jardín por el cemento y el asfalto, creerá que nos falta un tornillo. Y nos falta.
Coincide el informe con un reportaje en el suplemento dominical del diario El País. Se llama “Paisajes perdidos” y muestra unas cuantas fotografías de zonas verdes arruinadas por la mano del hombre. Dicen que el suelo urbanizado en España ha aumentado un veinticinco por ciento en diez años. Ve uno las imágenes y es para echarse a llorar: pueblos y bosques que ya no existen, zonas inundadas por los embalses, valles en los que han metido con calzador las estaciones de esquí, hoteles que afean y emponzoñan las playas, adosados que se han comido un monte, montañas abiertas por la mitad. El progreso, lo llaman algunos. Pues sepa usted que el progreso éste es peor que una plaga de langostas, o que una marabunta de hormigas. A veces se topa uno, en otras revistas, con fotografías de la costa mediterránea, donde van apiñando los edificios de viviendas y los complejos hoteleros. No se explica uno cómo puede vivir la gente allí, amontonada, en colonias asfixiadas de cristales y hormigón, con las playas devoradas por los rascacielos y las carreteras y los comercios, y cómo no se les cae la cara de vergüenza a los constructores y a los megalómanos (la respuesta es sencilla: numerosos fajos de dinero pueden lograrlo todo, desde diluir la culpa hasta quitarnos la vergüenza, pero no lograrán quitarle a nadie la conciencia, que es una cosa que suele perseguir hasta el lecho de muerte y la tumba y que, al final, pica como el aguijón de una avispa). Es completamente asqueroso; para ponerse enfermo. Le dan a uno ganas de irse a vivir al monte, antes de que vengan cuatro señores de corbata a mandar poner allí más ladrillos y asfalto. Le dan ganas a uno de irse por ahí, en busca de algún paisaje no mancillado por el hombre, e instalarse en una cabaña y olvidarse del mundo y del progreso y de la madre que los parió a ambos.
Y en todas partes cuecen habas. Si en Madrid no cesan de talar árboles y la ciudad es un bosque de grúas recortadas en el cielo, en Zamora nos van a preparar otra tremenda. Allí carecemos de mar y playa, pero se puede cercar el bosque. El bosque de Valorio, en este caso. Poca gente sabe que, en breve, se pondrá en marcha el Plan Parcial Alto de Valorio, aprobado por el Partido Popular, y que consiste en urbanizar el entorno del bosque. Cercarlo por varios flancos mediante la urbanización. No, no tocarán el bosque propiamente dicho, pero lo rodearán con unas setecientas viviendas, un porcentaje de ellas de protección oficial. Esto significará el estrangulamiento de Valorio. Imaginen que a una persona le atan un cinturón al cuello: al final termina sin aire, estrangulada. Pues eso es lo que le va a suceder al llamado pulmón verde de la ciudad. Eso, y la pasta gansa que algunos se van a embolsar a cuenta de la operación. Y mientras tanto nosotros, los zamoranos, callados.