Se aproxima el tiempo, dos meses, en el que la vida en la capital ahoga y asfixia, o eso suelen decir. No lo he vivido en carne propia porque el verano anterior lo pasé, casi al completo, en Zamora, la ciudad que, según nos contaba este periódico, ha perdido ya más de ciento diecisiete mil habitantes en medio siglo, porque es provincia de emigrantes, de gente que un día decide marcharse a otras tierras más prósperas o menos afectadas por el lastre del caciquismo. Aún son días en los que, en Madrid, el polen de gramíneas flota en el aire y el calor comienza a ahogar, en la calle, en las casas, en los vagones de metro sin refrigeración, incluso en algunos bares. Empiezo a sentir, ahora, esa especie de claustrofobia, de asfixia resultante de ver tantos edificios altos, de pisar tanto asfalto hervido, de escuchar tantas veces el ruido infernal del tráfico y de las sirenas, los improperios de los trabajadores nerviosos, el jaleo de los conductores que aporrean el claxon, las invectivas de los taxistas molestos con el mundo entero, de no lograr que la vista encuentre el horizonte, un horizonte verde o azul, verde de campo o azul de océano. En Madrid ninguna de la opciones es la adecuada, o la mejor: la ventaja de vivir en las afueras y de observar la naturaleza contiene el perjuicio de estar alejado del centro, de tener que someterse a los coches, los trenes de cercanías, los autobuses, los taxis, el metro; la ventaja de vivir en el centro y apenas necesitar los transportes para ir a las librerías, al cine, al teatro, a los clubes de moda, contiene el perjuicio que supone para la mirada no extender los ojos al horizonte, salvo que uno acuda a otros lugares, como el Retiro, donde tanto maleante, tanto dominguero y tanto monstruito urbano lastima las ansias de sosiego.
Es en estos días cuando uno debe recurrir a la agenda de espectáculos para no volverse loco y languidecer con las temperaturas que aquí sufren los ciudadanos. Es en estos días cuando a uno le apetecería un paseo distinto. No un paseo cualquiera, sino un paseo tranquilo por una ciudad en calma, habituada a otro ritmo, mecida por los cantos de los pájaros y de las cigüeñas, donde visitar rincones antiguos y solitarios y donde sorber el aire que proporcionan las sombras de los árboles; una ciudad como la mía, en la que, sin embargo, las autoridades son tan propensas a cambiar el relax verde y puro de la naturaleza por el insulto helado y gris del cemento, acaso pensando que eso nos traerá un futuro benévolo. Es en estos días cuando a uno no le importaría caminar por otros lugares, durante una o dos horas, solamente. Lugares como mi añorado y lluvioso Gijón, o la refrescante Sanabria, o cualquier bosque alejado de esta barahúnda de sirenas, aspas de helicóptero trazando el mapa de la noche, golpes de claxon.
El hombre, sin embargo, es un inconformista por naturaleza. Sólo quiere estar en aquellos lugares en los que no está. Sólo siente la necesidad de desplazarse por el mero hecho de hacerlo. Mientras escribo estas líneas no me importaría gozar del don de la ubicuidad y, como una especie de superhéroe, caminar por las playas de Gijón, y al minuto siguiente por la ribera del Duero en Zamora, y un rato después hundir los pies en la arena de Santander, y luego meterlos en el agua helada del Lago de Sanabria, etcétera. Pero, dado el inconformismo humano, en cuanto pasara más de media hora en uno de esos lugares ya estaría deseando volver al jaleo estresante de Madrid, agarrado a las pegajosas barras del metro que odio (las barras, no el metro), bebiendo con los ojos y los oídos la jungla temible que conforman sus calles y sus habitantes, apurando cada gota de locura urbana.