Jordi Bonells, escritor catalán, maldito en España, antaño arrastrado por las editoriales entre el barro del fracaso y de los rechazos, dolido en su día con su tierra y con el ninguneo, hoy celebrado en este país como uno de los “desaparecidos” de las letras españolas y, según él mismo, emigrado a Francia en el setenta como única forma de no desaparecer, “profesor de literaturas hispánicas en las universidades francesas”, según atestigua su editorial, prosista en castellano y ahora en francés, harto de humillaciones antiguas y desprecios a su obra, mente lúcida y crítica, finalista de varios premios importantes, hombre que vio publicados dos de sus libros en el ochenta y ocho y en el dos mil uno, respectivamente, ha sido rescatado por la Editorial Funambulista, con dos publicaciones en los anaqueles de las librerías, tituladas “La segunda desaparición de Majorana” y “Esperando a Beckett”, y su caso ilustra a la perfección la podredumbre intelectual de las grandes editoriales, que desdeñan algunos de los manuscritos arriesgados que luego los críticos celebran en otros países, como de hecho ha ocurrido en Francia, donde Bonells vive, trabaja y publica.
Circula por ahí una entrevista en la que el autor confiesa lo que siente por las tres lenguas que maneja, el castellano, el francés y el catalán, lo que piensa de las editoriales españolas que, podemos aventurar, casi se burlaron de él tras quedar finalista en varios premios y no ser considerados sus manuscritos para la publicación, salvo en los dos casos citados del ochenta y ocho y el dos mil uno, una entrevista en la que confirma su desarraigo (“Francés tampoco me siento, por más que ya hace treinta y cinco años que vivo en Francia, pero eso sí, es un país al que le tengo apego porque me lo ha dado todo, mientras que España y/o Cataluña no me ha dado nada… salvo ganas de morirme”), su descontento o su indiferencia y su resignación ante sus publicaciones en castellano (“A los editores españoles no les interesa lo que escribo y a los lectores españoles, por el poquísimo eco que mis novelas han tenido, tampoco. No me quejo, pero es así” y “Pero está claro que lo que yo escribo no pega aquí en España. ¡Qué se le va a hacer! Por mí no habrá quedado. Y la verdad es que ya ahora me da igual publicar o no publicar. Si publico, bien; si no publico, pues también”), su acertada visión sobre el panorama editorial, tan mercantil (“Si del Majorana se venden tres ejemplares, pues el editor se lo pensará muy mucho antes de publicarme otra cosa. Si resulta que vende tres millones, aunque le mande una mierda me la publicará de inmediato. Tiempo al tiempo”), su libertad como artista (“Continúo en mis trece porque no tengo necesidad de ir lamiendo el culo a nadie. Escribo lo que me da la gana”) y su crítica a casi todos los escritores españoles o, cuando menos, a los nombres más sonados o famosos.
El caso de Jordi Bonells no sólo ilustra esa ceguera de algunas editoriales, también ejemplifica un género que gusta en España, el de los hombres a quienes en su tierra no se hizo caso o se les dio la espalda (escritores y poetas, sí, y actrices y actores, cantantes, directores de cine, pintores, escultores, etcétera), y que, pasadas unas cuantas décadas, encuentran un hueco y respetabilidad en otros países, y entonces la crítica cultural española los aplaude y celebra, sólo ahora, cuando a ellos el éxito y los laureles y las palmadas en el hombro les dan igual y les resbalan, cuando no necesitan rescates que valgan y han hallado su lugar en el mundo, y ese malditismo se aplaude cuando el tipo ya peina canas y ha sufrido lo suyo, y, como uno también gusta de ese género y peca, uno saldrá a buscar por ahí algún libro de Bonells.