La policía nacional trae por la calle de la amargura a los camellos del barrio madrileño donde vivo, y yo me alegro mucho de esto, pues empiezo a estar harto de los chanchullos y trapicheos, de las movidas y grescas y de que cuatro o cinco traficantes me acosen con ofertas de droga en cada incursión que hago por los alrededores. En las últimas semanas la policía está actuando mucho, dando palos a todas horas (no me refiero a que golpeen a la gente, como aquella vez que presencié en primera fila y luego les relaté, sino a las redadas, los registros y las detenciones). Ya no hay día en el que no oiga las sirenas, al menos en tres o cuatro ocasiones. Cada vez que salgo a la calle o me asomo al balcón veo a los polis ejerciendo sus funciones: motocicletas que entran aprisa en las calles, en el sentido que marca la señal de tráfico o en dirección prohibida; coches que rondan por las esquinas y de los que bajan los agentes a pedir documentación a los moros jóvenes que pasan la vida en pie y chistando, a ver si el comprador necesita costo o cocaína; furgones que irrumpen en la plaza y se detienen donde se tercie para combatir un altercado o llevarse a los sospechosos. Esto está bien, porque así lo prometió el alcalde de la ciudad y porque el comercio de narcóticos sólo trae violencia, escaramuzas, disgustos y gente pícara y de mal vivir.
Entre estas actuaciones no faltan las hábiles maniobras y los ardides de los agentes de la policía secreta. Los veo algunas tardes rondando la calle. Sólo sé que son ellos, es obvio, cuando se comunican por los transmisores. En una ocasión detuvieron a dos chavales árabes y uno logró escapar a la velocidad del rayo, como si le hubiesen metido un cartucho de dinamita en el ano. Uno de los policías emprendió la persecución y no pudo alcanzarlo, porque no estaba en forma, pero también porque, es sabido, corre más quien más tiene que perder. Cuando iba a empezar este artículo miré hacia la plaza. En la esquina preferida de los camellos distinguí un furgón y a varios policías registrando a los usuarios de dicha esquina. Es raro, insisto, el momento de la mañana, de la tarde o de la noche en el que eche un vistazo y no haya registros y detenciones. Es probable que, a simple vista, esto no sirva de nada: en comisaría los interrogarán y luego los dejarán en libertad, pero en el fondo sirve de mucho, ya que si les tocan las narices a diario terminarán abandonado sus puntos de venta. No se acaba con el problema, sólo se traslada, pero a mí me viene de perlas, que también uno tiene su punto de egoísmo vecinal, como todo el mundo.
Una tarde estaba hablando con alguien por el móvil y salí al balcón, a tomar el fresco mientras conversábamos. Paseé la mirada por abajo, por la calle. Y justo debajo de mí había dos individuos pegando la hebra. Un español y un árabe, ambos jóvenes. El primero estaba de pie, y vestía de calle, en plan informal. El segundo se apoyaba en el capó del coche en cuyos asientos duerme un señor y en cuyos bajos, a menudo, guardan la mercancía. Daban la impresión de estar en mitad de una especie de venta amigable, sin disimulos ni artificios. Entré en casa, mientras seguía al teléfono. Unos segundos después me dio por asomarme de nuevo y vi esta escena: el chico español estaba registrando al marroquí, que levantaba los brazos en alto. Junto a ellos había aparecido un coche de la nacional, y los agentes del mismo supervisaban la operación. Detrás estaba otro joven español, con pinta de estudiante, informando a los del vehículo y entregándoles un pasaporte. Luego estos metieron al camello en el vehículo y se lo llevaron. Un engaño perfecto para atraparlo.