Pasaba por una plaza y entonces, a mi izquierda, lo vi, en el suelo: un descomunal despliegue de infantería juguetera. Un ejército esparcido por los adoquines, que ocupaba sus buenos metros, integrado sólo por muñecos y sus adminículos. Dos o tres caballeros, con aspecto de rufianes, merodeaban alrededor de dicho regimiento infantil. Uno de ellos, incluso, estaba postrado de hinojos, y empleaba una de sus manos para levantar a los caídos y ponerlos en pie, y luego sonreía, de oreja a oreja y satisfecho, con la misma paciencia y dedicación (pero con menos seriedad) que utilizan esos escultores de la playa que trabajan con la arena y levantan castillos y que al caer la noche se tiran a dormir junto a sus creaciones, que siempre son efímeras y están muy bien acabadas.
Sin acercarme demasiado a ellos procuré hacerme una idea aproximada de cuanto en el suelo se tramaba. En mi primera impresión (las primeras impresiones son, a menudo, falsas y confusas) creí que se trataba de una poco abundante recua de traperos, o de algún mercader del Rastro trabajando fuera de domingo y en otro barrio, quienes se habían propuesto instalar un mercadillo para vender a precio de oro juguetes antiguos. En aquella dispersión acerté a discernir figuras de soldados, muñecos de diverso pelaje, animales varios (jirafas, caballos), coches, algún tren, camiones, etcétera. Parecían pertenecer a una época antigua, a la mía, no a la de mis antepasados: los juguetes aún parecían vivos y viejos, pero no eran tan modernos como los que anuncian ahora, que hasta tienen la satisfacción de cubrir sus necesidades fisiológicas. Como todo hombre que no ha olvidado que una vez fue niño, y somos muy pocos, siento cierta debilidad por esos muñecos, peonzas, camiones y animales de plástico con los que entretuve parte de la infancia, y también por los tebeos y los álbumes de entonces. Por ejemplo, en los días pasados en Zamora mi familia me dio un viejo cómic hallado entre mis trastos: el primer número de las nuevas aventuras de los personajes de “La guerra de las galaxias”, presentado por Stan Lee, con un coste de ciento veinticinco pesetas y publicado en el año ochenta y tres. En la portada aparece una calavera y su frente la ciñe una corona formada por Han Solo, Leia Organa, Luke Skywalker, Chewbacca y C3-PO. Una joya que se cotizará bastante en el mercado de coleccionistas, pero de la que no pienso desprenderme.
Pero sigamos con aquel despliegue de objetos. Me hubiera gustado aproximarme más, detener mis pasos y observar de cerca esa exposición. Entonces caí en la cuenta de todo. Seguí el rastro de los artefactos, comprobé la compañía de los presuntos vendedores. Un puñado de alcohólicos había derribado un pequeño contenedor amarillo, y de su boca salían los juguetes, como si el recipiente hubiese vomitado. Algunos de ellos daban vueltas en torno a las figurillas, y otros pasaban del tema, más concentrados en chupar a morro de los cartones de vino. Con el alborozo propio de quien vuelve a ser niño y además está trompa, los ponían en pie y los admiraban, conscientes de haber encontrado una especie de tesoro que también haría las delicias de otros coleccionistas. La escena, vista desde el ángulo real, cambiaba mucho. Al principio me pareció una pena el destino de los juguetes: arrojados a la basura en manada, extraídos de su ataúd provisional, tirados por el suelo a merced de un puñado de beodos. Pero luego, según me alejaba, pensé que los muñecos y las jirafas y los vehículos volvían a prestar su antiguo servicio, esto es, el de distraer a niños o a hombres.