Los policías que acostumbro a ver por la calle se distinguen por su juventud y por su evidente preparación física, y siempre están trabajando. Ahora mismo, mientras comienzo estas líneas, siete de esos policías nacionales entran en el edificio de enfrente, vaya usted a saber por qué. Una tarde, sin embargo, tomamos un refresco en un bar de esos en los que, si uno padece de escrúpulos, mejor que no franquee la puerta. Dentro estaba un policía bebiendo. Aquel garito, donde servían cafés, raciones, vinos y copas, me pareció uno de esos innumerables ejemplos de que la España de Torrente, con sus polis fuera de la ley, sus bares guarretes y su clientela como salida de un circo de monstruosidades, continúa viva. En la saga de Torrente no se exagera, sino que esas películas son sólo un espejo de ciertas tribus urbanas orladas de caspa y tintorro.
El local madrileño al que me refiero consistía en un pasillo y una barra larga, en cuyo mostrador se alineaban platos de tortilla triste y fofa y otros condumios resecos y que parecían haber sido cocinados por el peor enemigo del dueño. Y luego, lo típico: una televisión grande para los partidos de fútbol y los videoclips, paredes adornadas con espejos, máquinas tragaperras, y todo el tinglado. Es decir, como cualquier apetecible cafetería donde nos gusta matar las horas, consumir cerveza de barril y ver al personal, pero rica en suciedad. En uno de los extremos de la barra se acodaban cuatro o cinco parroquianos, de modales y caretos mostrencos. La camarera era una joven rumana que toleraba como podía el asedio etílico de este grupo de hombres de mediana edad, que iban soltando un lastre verbal de piropos, peticiones chungas y chistes de tercera mano (tras los cuales ella levantaba la comisura de los labios, amagando una sonrisa cansada). Se habla bastante, hoy, de los derechos de la mujer y de lo sufrida que es, e igual no se han dado cuenta de lo mucho que les toca aguantar a las camareras. En cuanto uno entra a un garito de tapas, bocadillos y cafés y ve a la camarera, conoce el resto: en una esquina del mostrador habrá crecido una cuadrilla de clientes fijos que toman un chato o una copita y se dedican a conversar de fútbol y mujeres y a requebrar a la muchacha, quien a pesar de la sonrisa sólo quiere que llegue la hora de cierre para olvidar a los moscones. Suelen ser tipos solitarios y maduros que, en los bares, hacen amigos con los que sólo se juntan para comentar la jugada y echar un naipe al mediodía.
Uno de estos individuos de aquella tarde era un policía calvo, ancho de espaldas y de unos cincuenta tacos, y cuya fisonomía me recordó a esos actores yanquis secundarios, desconocidos y encasillados en papeles de villano, poli corrupto y federal traidor. Iba de uniforme, y con la pistola al cinto, en su cartuchera del lado derecho de los pantalones. Mientras estuvimos allí se bebió un par de botellines de Mahou, de esos de medio litro. Entre trago y trago se dedicaba a comentar las virtudes físicas de la camarera rumana (quien, no obstante, estaba mejor tras esa barra que haciendo la calle o alquilándose en un lupanar, destino lamentable de muchas de estas chicas) y de las cantantes que salían en la tele. No supimos si estaba o no de servicio pero, si no lo estuviera, lo suyo es despojarse del uniforme para ir a la tasca, o al menos dejar la pipa en el coche. La imagen es lamentable: un policía nacional empinando el codo, con cierta actitud chulesca, con el revólver al cinto, como si fuera el sheriff de un western. No quise imaginar qué podría ocurrir si, varias cervezas después, se produjese un altercado allí, donde hay un agente con alcohol en la sangre y un arma reglamentaria. Me sentí bastante inseguro. En esa tasca grasienta el peligroso me parecía él.