En Semana Santa no conviene olvidar las delicias gastronómicas, ni los caldos que las acompañan. De lo contrario es difícil mantenerse en pie, pues se camina mucho, se trasnocha demasiado y apenas se le da respiro al cuerpo y a las piernas. Hoy les recomiendo las aceitadas diminutas de una panadería de La Rúa: son deliciosas y tan adictivas como las pipas. Y un vino: Elías Mora, de Toro, que te deja los labios como si hubieras besado a un ángel hembra. Dicho esto, vamos con los desfiles.
Durante el Martes Santo vi dos procesiones, es decir, las que había, a saber: la del Vía Crucis y la de las Siete Palabras. Para la primera me ofrecieron gozar de una vista inmejorable y acepté la propuesta: situado en el balcón de un primer piso. Creo que nunca había contemplado un desfile de éstos por encima del nivel del suelo, si no me falla la memoria, que todo podría ser. Insistiremos en que las cosas se ven distintas según el ángulo en el que uno se sitúe y también según el paisaje que uno tenga alrededor. En plano picado los cofrades, las esculturas, las mesas, la banda de cornetas y tambores, el desfile en sí, se ven de otra manera. Incluso el bueno del barandales, visto desde arriba, no parece un dios con muñecas de acero sino un hombre paciente y con tiritas en los dedos que aguanta con estoicismo envidiable el tirón de las campanas y su soniquete anunciador. Desde lo alto, no diremos a vista de pájaro pero casi, al Nazareno y a la Virgen de la Esperanza se les nota que son chiquitos; pero su corta estatura no disminuye su majestad, desde luego que no. Por estar más próximo a las esculturas, uno se fija mejor en los detalles de las manos o en el acabado de los rostros, y por supuesto en la túnica y el manto que ambos llevan, respectivamente. Por encima de ellos, en los tejados, se recortaba el vuelo asustado de las palomas y la figura inmóvil de las cigüeñas. El cielo era claro, cristalino, y como tal dio paso a un crepúsculo sin nubes. Se debe anotar que un alto porcentaje de los espectadores merendó pipas.
Para mí hace años que se terminó eso de esperar dos o tres horas, en la calle, a que venga la procesión. Prefiero ir un poco a la aventura (debería entrecomillarlo), por ver si encuentro el desfile a mitad de recorrido, y colocarme en alguna esquina donde aguarde poca gente, justo un par de minutos antes de que lleguen a esa altura los primeros cofrades. Así lo hice en la del Cristo de la Buena Muerte y, es lo que iba a contarles, en la de las Siete Palabras, procesión que tenía por costumbre contemplar en los últimos tramos de su itinerario, en La Horta o en sus inmediaciones. Pero es que La Horta no está ahora para el trote, con tanta zanja y tanta valla. Así que subí a la Plaza de Claudio Moyano en el instante en que aparecían los hermanos de hábito. Por si aún queda alguien que no haya visto el acto de las Siete Palabras que allí se celebra, le doy un par de apuntes: los cofrades se van situando alrededor de la plaza, y al fondo esperan los portadores de los Cristos y de los estandartes con las últimas palabras y, mientras alguien comienza el rezo, los cargadores avanzan hacia aquellos, llevando a hombros a este Cristo de la Agonía. Conviene verlo: al Cristo lo trasladan en absoluto silencio y muy despacio, como si se deslizara por las piedras. Y el paisaje resulta inmejorable: el edificio de la Biblioteca Pública, el Parador, la Plaza de Claudio Moyano iluminada por el resplandor de la luna y de las velas, y Viriato a lo lejos, con su silueta pastoril y guerrera en sombras. Tenemos una ciudad de estética admirable pero lastrada por algunos desmanes, como los proyectos siempre aplazados y los horribles parques nuevos. Ciudad que, además, mejora abrigada de luna o de niebla.