En el centro de una plaza: una pareja de alcohólicos vagabundos, con el cartón de vino a mano, descansa día y noche sobre la rejilla de ventilación del metro; hombre y mujer, gorros de lana y harapos, una versión castiza y fea de “Los amantes del Pont-Neuf”; se acercan un chico y una chica y el primero toca en el hombro del individuo y pregunta: “Where are you from?” y la segunda traduce: “Pregunta que de dónde eres”. A las puertas de una iglesia, de rodillas, un muchacho oriundo de Zamora, que cambió hace años el limosneo en Santa Clara por el de Preciados, se lamenta con desgarros en la voz: “¡Por el amor de Dios, unas monedas para poder comer algo caliente!” A unos metros del Círculo de Bellas Artes pasa un señor de metro y medio, con la barba blanca hasta el pecho y una melena zarrapastrosa y rica en piojos, tirando de un carrito con cuatro trapos; almacena sabiduría en los párpados, y malditismo y tormento, cualidades, todas juntas, que lo asemejan a un Gandalf con hechuras de hobbit.
Un indigente joven y honesto, en plena Gran Vía, ha desplegado varios envases de plástico ante sus rodillas apoyadas en el suelo; detrás de cada envase hay una nota: “Esto es para comida”, “Esto es para vino”, “Esto es para porros”, etcétera; así la gente sabe en qué se gasta los euros, y le facilita la elección: la señora depositará sus céntimos en el del alimento, el golfo en el de la bebida y el que se finge moderno y enrollado en el del chocolate y la maría. En la misma plaza de antes y en la misma rejilla, unos días después: un fulano tumbado, con el tetrabrik de vinazo junto a sus piernas, con pinta de estar inconsciente o dormido; una lluvia muy fina cae sobre su cuerpo, macerándolo de frío y humedad. Un hombre sentado en la acera: alza un muñón y lo exhibe; debajo hay algún aviso donde revela lo que pide. Cerca de él otros mendigos sin piernas o sin manos, o sujetos por muletas, pero siempre torcidos, amputados, rotos, hambrientos o drogados o borrachos, desmigajándose lentamente ante el personal. Dentro del metro, en el pasillo entre la entrada y los andenes: una anciana de unos doscientos años, adobada de ropajes negros y surcos faciales, permanece de pie e inamovible, sosteniendo un cartón en el que ha escrito el nombre de la enfermedad que padece y su petición; sorprenden la caligrafía y la prosa: la palabra que designa su achaque es elegante, larga y está bien compuesta, pero en algún verbo se ha comido la hache. Frente a la puerta del edificio donde vive uno: un tipo duerme dentro de un coche, en el asiento del copiloto, se arrebuja en una manta; el mismo vehículo cuyos bajos usan los camellos moros, durante la tarde, para esconder la mercancía; quiere decir que el coche lo utilizan para varios cometidos, menos el de circular por ahí.
Una camioneta cargada de trastos, despojos, hierro viejo, muebles y cartones; el conductor utiliza un micrófono y un altavoz y anuncia: “Chiiiiiiaaaaaaaatarrero, oiga, chiiiiiiaaaaaaaatarrero, ha venido el chiiiiiiaaaaaaaatarrero”. Cincuentón, con barriga y aspecto de necesitar un trabajo o una clínica de rehabilitación, detiene a cada ciudadano: “Mire, me faltan sólo unos céntimos para comprar una botella de vino”. En mitad de las escaleras de entrada y salida del metro: un individuo negro, protegida la cabeza por un gorro, arrodillado en un escalón, la mano puesta con la palma derecha hacia arriba, las primeras gotas de una tormenta asperjándole el abrigo mientras a su alrededor hay un barullo de gente con prisa, zapatos y piernas, lluvia de folletos y octavillas. Unas prostitutas, en la esquina en la que alquilan sus servicios bucales, anales y vaginales, en animada charla, quemando el tiempo y la soledad.