La tarde en la que estuvimos escuchando a José Manuel Sánchez Ron y a Arturo Pérez-Reverte conversar sobre cuadros, varias veces pronunciaron la palabra “horror”. El horror de la guerra y en la guerra, el horror en la mirada y ante la caducidad del hombre. Me di cuenta, entonces, que siempre, cuando relacionamos el miedo con el arte, lo hacemos respecto a la literatura y el cine. Una película terrorífica, un cuento sobrecogedor, una novela angustiosa, etcétera. Sin embargo, y aunque algunas obras cinematográficas y literarias me han estremecido de horror, recordé que, en la infancia, determinados cuadros y grabados me provocaban tanto terror como las películas o los libros. Es curioso que casi todos pertenecían a las páginas de un par de volúmenes del Antiguo y del Nuevo Testamento, acompañados de ilustraciones, que solía repasar en la casa de mis abuelos paternos. En vez de leer la Biblia ojeaba algunos fragmentos, y la mirada quedaba prendida en esas pinturas terroríficas en las que el artista había convocado varios de los miedos del ser humano: plagas, soledad, tiniebla, muerte. Me perdonarán que no hable de nombres de artistas y de títulos de cuadros, sino de sensaciones: no dispongo de esos dos volúmenes, y creo que no he vuelto a revisar sus páginas desde la infancia.
La pintura más aterradora de aquellos libros era una ilustración de Jonás metido en las fauces del gran pez o ballena que lo engulle durante tres días y tres noches. El pez tenía un gran parecido con una colosal piraña, y las pirañas no poseen, precisamente, un careto amable o agraciado. Dentro de su boca abierta estaba el bueno de Jonás, la mirada baja y el rostro compungido. Aquella imagen nos contaba lo que sentía el profeta, nos otorgaba la idea de abismo y de soledad, del encierro terrible que supone para un hombre yacer vivo en el vientre de una criatura del mar. Palabras como martirio, horror y culpa bullían en el interior de uno cuando miraba esa tétrica ilustración. Otra de esas escenas se componía del retrato de los enfermos de las plagas que envía Dios mediante Moisés. Lo peor no eran los individuos retorciéndose de agonía o ya inertes, sino la sensación de abandono, el frío de la muerte, la angustia, la atmósfera crepuscular alrededor de los personajes. Había otros grabados, en ambos libros, que me provocaban escalofríos y alguna pesadilla de añadidura, pero no podía dejar de mirarlos. No recuerdo exactamente los demás: sólo pedazos sueltos, caras de personajes, paisajes siniestros, escenas de crimen, culpa y castigo.
Otro de los cuadros espeluznantes (y aquí salgo de las imágenes bíblicas) es “La isla de los muertos”, de Arnold Böcklin. De este tengo datos porque lo descubrí en la adolescencia e incluso me inspiró un breve escrito, inédito y púber, que conservo en algún cajón. Se trata de una obra de la que el pintor hizo varias versiones distintas. Supongo que me refiero a la más oscura de todas. Böcklin muestra una isla de piedra con túmulos y cipreses. Una barca está a punto de arribar allí, y dentro de la misma van el barquero y una figura envuelta en un sudario. Descubrí esta pintura terrible hace años: oyendo la composición de Rachmaninov del mismo título; la portada del disco era aquel cuadro. No puedo olvidar, en este recorrido apresurado y torpe por mis terrores pictóricos, numerosas composiciones de Caravaggio, artista siniestro que aterroriza con sus calaveras, cabezas cortadas, facciones grotescas y juegos de sombra. El poder de estas pinturas, del terror en el arte, es que le hechizan a uno, le obligan a no apartar los ojos, le dan una idea del abismo, del infierno, de las pesadillas.