He leído en El País que cada mes se reparten en España unos doscientos millones de folletos en las calles y en los buzones. Demasiado papel. Para que luego digan que publicando libros acabamos con los bosques. El folleto que te enchufan en el buzón con intenciones de saturarle la boca se arroja a la papelera del portal o al cubo de la basura de casa. No es ningún problema, una vez que se ha acostumbrado uno. El verdadero incordio, en una ciudad enorme como Madrid, es el reparto en las calles. Caminar por la capital se parece sospechosamente a una carrera de obstáculos: hay que sortear a los cien fulanos que te meten un papelito entre los dedos, a los cincuenta tipos que te endosan una tarjeta para entrar a un garito en el que invitan a la segunda copa si pagas la primera, a los cuarenta que te piden limosna, a los veinte que intentan irrumpir en tu trayecto para que eches una firma para no sé qué o respondas a una encuesta que “sólo te llevará unos minutos” y luego dura media hora. Si se fijan bien, los transeúntes van por la Gran Vía haciendo zigzag, esquivando cada dos metros a los repartidores de publicidad, a los sablistas, a las de la pegatina de la voluntad, a los vagabundos, a los desesperados y a las buscadoras de firmas. Quienes trabajan repartiendo panfletos son estudiantes, chavales aún en paro, extranjeros, etcétera. Lo sé porque he tenido amigos que ejercieron este oficio ingrato y temporal.
Ya sabemos que es una pena que un tipo tenga que pasarse toda la mañana en una acera para ganarse unas miserables perras, pero después de una caminata de veinte o treinta minutos acaba uno harto, desesperado de ir alzando la mano y coger publicidad algo cochambrosa. Cuentan que esos folletos tienen uno de estos dos destinos: el suelo o la papelera municipal. En mi caso no suele ser así. Al principio, cuando un individuo amenaza en el horizonte con entregarme una de esas octavillas, me hago el despistado. Pero se las saben todas y logran que la cojas. Recibo el primer folleto y, casi inconscientemente, lo envío a un bolsillo de la chaqueta. Con el segundo sucede igual, y me da la impresión de que los repartidores se colocan lo más lejos posible de las papeleras, para que en ese lapso de tiempo mires el anuncio o lo guardes entre la ropa. Unos días después, al meter las manos en los bolsos, reparo en que el interior rebosa de papel. No imaginan la cantidad de mierda que, en dos tardes, te han dado. Algunos de estos folletos los leo: estimulan la carcajada. Se anuncian restaurantes de comida especializada, pizzerías, telechinos, clínicas de dudosa reputación, chamanes exóticos y brujas africanas, negocios de informática y tiendas de electrodomésticos, peluquerías y gimnasios, profesores particulares y cerrajeros, inmobiliarias y cibercafés, saldos y oportunidades. Aún es peor si uno recorre unos metros de acera, compra algo en un comercio y regresa por el mismo camino: es posible, entonces, que obtenga unos cuatro ejemplares de un folleto; dos a la ida y dos a la vuelta. Es frecuente andar por calles en las que uno pisa una alfombra de octavillas y fotocopias de videntes, clínicas y locales de comida rápida. La gente lo tira todo al suelo.
En Montera y sus inmediaciones suele verse otra clase de publicitarios. El perfil es el siguiente: varón, inmigrante, casi siempre negro. Les cuelgan dos cartelones, uno por delante y otro por detrás, y les hacen pasearse por ahí. Son los hombres anuncio, y en grandes letras hacen publicidad de joyerías y de venta de oro. Creo que es uno de los peores trabajos de la historia. Supongo que se sienten humillados, como carteles con piernas, como reclamos ambulantes.