Si hace buen tiempo, como en el momento en que escribo estas líneas, debe uno abrir la ventana y escuchar los sonidos del exterior. No se trata de salir al balcón ni de asomarse afuera. Sólo escuchar, pues las calles tienen su propio idioma y, al intentar oír lo que dicen, uno puede componer el mapa de sonidos de una ciudad. En Madrid, al menos en el barrio pendenciero y racial en el que vivo, suena casi siempre la misma serenata, esto es, la canción alarmista de las sirenas, urgente y repetitiva y molesta como un tema de la tuna. Las sirenas de la policía, de los bomberos, de los sanitarios, se unen en el aire y nos dan un conglomerado de timbres que nosotros traducimos en tragedia. Suenan y pensamos: arde un edificio, un señor ha matado a alguien, hay peleas en algún tugurio, un chaval se desangra tras puñalada traidora en el abdomen, y cosas así. Siendo niño, y cuando me traían a esta ciudad ruidosa y temible como un titán de acero y cristal, pasaba las noches de dos maneras: o en las casas de los familiares o en los cuartos pequeños e inhóspitos de los hoteles. En esos hoteles la habitación la ocupaba siempre esa canción nocturna de cuna: el lenguaje nervioso de las sirenas. Para mí, entonces, Madrid tenía letra de tango con navajeros y con asuntos resueltos a tiros. Notaba, por culpa de las sirenas, el aroma del peligro envolviendo la ciudad. Al idioma sonoro que escucho en la actualidad se le añade la música rifeña saliendo de las teterías, que me entusiasma (salvo que al dueño le de por ponernos el disco treinta veces seguidas, lo cual ocurrió una tarde y casi aprendo árabe de tanto oír lo mismo); y se le añaden las discusiones, los enigmas verbales de los borrachos de veinticuatro horas y siete días a la semana, la jerga sucia y montaraz de los camellos, el júbilo de guitarras y timbales de los jóvenes en la plaza, y alguna vecina en bronca con otra mujer, y el ladrido de un par de perros.
En Salamanca abría la ventana y me llegaba otra letra: la de una ciudad culta, alegre y juvenil. Pero esto era un engaño porque uno sólo estaba allí durante el curso, y sólo en esos meses es cuando se oyen diálogos de estudiantes, salvas ebrias de quienes hacen botellón, el jaleo habitual del tráfico de un lugar pequeño, el jolgorio de las excursiones de chavales atravesando las calles y visitando los edificios emblemáticos, y a veces las frases sueltas de los ingleses y de los alemanes con beca.
Me dirán que también depende de la zona o barrio en los que uno viva. Tendrán razón, por supuesto. Pero es que aquí no pretendo revisar el idioma sonoro que le llega a todo el mundo, porque en principio eso es imposible. Hablo de lo que a mí me entró en los oídos. Tanto en Zamora como en Salamanca he vivido en varias casas y en muy distintos barrios. Lo que uno oye al abrir las ventanas de su cuarto en Zamora suele ser pausado. Si es verano se escucha con claridad el canto de los pájaros. Se escucha la respiración sosegada de una ciudad que procura esquivar las prisas, que no está acostumbrada a las tragedias ni a las sirenas ni a los helicópteros sobrevolando los tejados, y se escuchan las bocinas de los coches cuando el tráfico es lento y hay atascos y el personal pierde los papeles, y se escucha el griterío de los niños cuando salen de los colegios. Lógicamente en Semana Santa la canción varía, y la ciudad habla otro idioma: conversaciones de miles de ciudadanos y turistas, melodía de tambores y trompetas, y cierto alboroto emocionado en el aire. Aquí, en Madrid, durante las vacaciones las calles suenan igual (o con más sirenas), o eso me ha parecido. El carnaval no trajo otra música que la habitual. El nivel de ruido cambia poco.