Las horas previas al amanecer contienen un halo de irrealidad absoluta, como si camináramos por un limbo trufado de criaturas noctámbulas y ficticias. Me refiero a esas madrugadas de fin de semana. Al alba cualquier cosa (un paisaje, un edificio, un objeto) adquiere un tono fantasmagórico. Incluso la gente. Sobre todo, la gente. Irreal le parece a uno, cuando devuelve a casa sus ya debilitados lomos, ese comercio clandestino que ponen en marcha los orientales. Se sale de un pub o de una discoteca con los ojos enrojecidos por el humo y los vapores etílicos y, al doblar cada esquina de Huertas, no faltan chinos que venden bocadillos de salami, latas de cerveza y de refresco, botellines de agua mineral y otros sólidos y líquidos para reanimar al individuo que se va a la cama. Este avituallamiento vende lo suyo, no se crean. A partir de las cinco de la mañana un fulano ebrio y con hambre sería capaz de comerse los hígados de una rata, siempre que estén bien cocinados, en su punto. Los chinos arman el tenderete en un santiamén, de dos maneras: o bien abriendo el maletero de un coche para enseñar la mercancía y que ésta tome un poco el aire, o bien mediante el acomodo en la acera de una caja de cartón y varias bolsas de plástico. A mí estos comerciantes, que afloran y se disipan entre la noche y el amanecer, se me antojan siempre irreales. Algunos casi te introducen la lata de cerveza en la boca, para que compres. Pero yo nunca les he comprado nada. En principio por las condiciones higiénicas, pues el método de tender un bocata sobre una servilleta encima de un cartón no me parece el adecuado, ni cogerlo del maletero de un coche, donde, quién sabe, igual han viajado perros, garrafas de aceite para el motor o cadáveres descuartizados.
Irreal resulta el taxista de madrugada, que recorre las calles emulando a los pilotos de fórmula uno y siempre lleva encendida la radio. Los hay que hablan por los codos y los hay silenciosos como las tumbas de sus antepasados. Se sabe que son españoles porque, cuando al taxi se le cruza una panda de borrachos conduciendo un coche en zigzag, el taxista ejerce su derecho al uso del improperio y la blasfemia, con los cuales asigna diversos calificativos a los mencionados borrachos, a sus madres, a sus padres, a sus familiares muertos y a los dioses y los santos de todos. No se soluciona nada, claro, pero el hombre se queda a gusto y descansado; y los pasajeros también, así se libran de soltar ellos mismos la retahíla de tacos que los conductores empapados en rayas y en copas se merecen.
Pero quizá lo más irreal, junto al recorrido a pie por vías angostas en las que no se ve un alma, es recoger un periódico del buzón o comprarlo en un kiosco. El periódico de la seis de la madrugada nos parece una invención, un conjunto de papeles que se desvanecerán igual que el recuerdo de un sueño en el momento en que uno se eche a dormir. En Zamora cogía el diario del buzón, en esos regresos del fin de semana. Era un asunto que calificaba de fabuloso: meterle mano al buzón, al alba, y sacar un periódico fresco, novísimo, recién pescado, tibio por las rotativas, cuando alrededor el mundo aún no ha echado a andar, cuando aún está la ciudad dormida y descansando, cuando todo incluye un halo de artificio. En Madrid compré un periódico, el otro sábado, en torno a las seis de la mañana, de vuelta al piso. Era de noche y ya te servían ese desayuno de actualidad, tinta y papel que es un diario cuyo último número acaba de nacer. “Esta es la edición nacional, todavía no ha llegado la de Madrid”, dijo el tipo. “Da lo mismo”, respondí. Y me abracé al periódico, confortable e irreal.