Es una de esas noticias que escasean. Es decir, en la forma supone una buena noticia, pues versa sobre aspectos que no incluyen odio, sangre, pólvora, explosiones. Por esa razón debemos aprovecharla, releerla con placer, alegrarnos por cuanto vemos en las fotos. Observar una y otra vez las imágenes que nos han mostrado. No ocurre todos los días. Se trata del hallazgo de esa especie de paraíso, de Jardín del Edén, situado en la selva de las montañas de Papúa, en Indonesia. Allí han encontrado unas treinta especies de animales y plantas. En los medios de comunicación las tratan, quizá erróneamente, de “nuevas especies”. No son nuevas, son más viejas que el hombre. Querrán decir que son nuevas para nosotros, para los seres humanos. Pero en los medios siempre sitúan al hombre como centro del universo. Así nos va.
Once científicos atravesaron la selva, guiados en su periplo por dos aborígenes de la zona, como en las novelas de aventuras de Julio Verne. Los nativos no suelen adentrarse en esos rincones, pues alegan que, alrededor de sus poblados, tienen todo lo necesario para vivir. Entre las especies encontradas hay mariposas, sapos y ranas, pájaros y mamíferos que, pensaron, estaban extinguidos, como el canguro dorado de manto de árbol. También es el caso del ave perdido del paraíso, que han bautizado “Comedor de miel”; hacía años que el hombre no había visto uno, salvo ejemplares muertos o enjaulados. Y aún les quedan especies por descubrir, ha adelantado uno de los naturalistas. Sólo es la punta del iceberg, dice. En breve regresarán a las selvas, ansiosos por fotografiar, catalogar, investigar. Ver las fotografías de estos animales y plantas relaja; por la gama de colores y tonos exóticos que presentan, por la rareza de las formas y los tamaños de algunas ranas y erizos, por la tranquilidad que parece cobijarse en estas criaturas, por el atractivo de una tierra paradisíaca en el que viven a sus anchas, ajenos al hombre y al ruido del mundo.
Pero la buena noticia contiene, por supuesto, su parte mala, negativa. Aquellos son territorios vírgenes, no explorados antes. El hombre no había puesto sus pies en ellos; salvo algunos nativos, suponemos; y a los nativos les falta la curiosidad científica, el equipo para hacer fotos y clasificar especies, el afán de descubrimiento, la ambición de atrapar cuanto no conocen. Aseguran los naturalistas de la expedición que los animales que han visto no conocían al hombre. No se espantaban de ellos, no huían. Se mueven sin sobresaltos, ignorantes de la amenaza que suele suponer el ser humano. La buena noticia, pues, supone ver una tierra natural sin huellas del hombre, un paraíso perdido en el que las especies vagan y viven a su antojo, fuera de los peligros que acarreamos. La mala noticia, por tanto, es saber que volvemos a poner los pies en lugares que estaban mejor sin nuestras visitas. Aunque sea por conocimiento científico. La mala noticia es que en el planeta van quedando menos rincones por explorar. Los animales descubiertos no se asustan del hombre porque ignoran sus fechorías. Con el tiempo, es probable que aprendan a desarrollar otro instinto: el del recelo hacia los mamíferos que caminan sobre dos patas. En cuanto irrumpe el hombre en este tipo de parajes, sale a flote una palabra maldita: extinción. Copio esto de un periódico: “Un tercio de los anfibios, una cuarta parte de los mamíferos y uno de cada ocho pájaros está bajo amenaza de extinción”. Algo, prosigue el reportaje, sólo comparable a la extinción de los dinosaurios. Las especies que habitan esas selvas de Papúa han vivido ajenas a nuestro ruido y furia. Se les acabó la suerte.