Tiene uno la impresión de que a gran parte de los habitantes de Zamora le exaspera ya la gestión de los políticos que la gobiernan, pero sólo unas pocas voces se atreven a alzarse por encima del resto. En las ciudades pequeñas contamos con un inconveniente añadido, y propio de los pueblos; esto es: que a veces es mejor callar para que no te señalen con el dedo, y que, si no callas, te verás envuelto en problemas o ninguneos. No sólo lo digo por algunas cartas de los lectores, también por lo que uno lee en los foros de opinión y escucha por ahí, cuando viaja a Zamora y oye lo que la gente que vive aún en la ciudad tiene que decir al respecto. Lástima que ese ejercicio (escuchar) no sea el punto fuerte de algunos políticos.
En los últimos años la cara de la ciudad ha cambiado mucho, desde luego. Pero para peor, hasta el punto de que esto acabará convertido en un churro de ciudad, si nos descuidamos. La mayoría de los proyectos (hasta ahora, sólo humo) que los ciudadanos esperan que se hagan realidad hieden a añejo. Quiero decir con esto que unos cuantos proyectos tienen una pila de años. Así, los temas manoseados del Museo de Baltasar Lobo, del puente sobre el Duero, del Teatro Ramos Carrión, del legado de León Felipe, entre otros cuantos que nunca vemos cuajar ni alcanzar el punto de realidad, empiezan a envejecer. Consulten las hemerotecas. Por ejemplo, en torno al puente de la discordia hubo polémicas hace cinco o seis años, o más. El desaguisado de la Plaza del Gobierno Civil, y la chapuza en Santa Clara a su paso por ese tramo (recordemos: aquel pegote de cemento) data de, al menos, tres años atrás. El tiempo transcurre y no somos capaces de darnos cuenta de que esos proyectos se apolillan y no salen adelante, y de vez en cuando sus responsables sueltan un aviso, un anzuelo para que nos creamos que lo tienen todo atado y están en un tris de resolverlo. Pero no se trata sólo de los proyectos de siempre, que tardan lustros en ver la luz de la realidad. Echemos un vistazo a otros puntos de la ciudad: los ridículos bancos con los que amueblaron el casco antiguo, para que los jubilados se sentaran de cara a las paredes de las iglesias; la destrucción del parque de San Martín de Arriba, cuyo resultado a nadie gusta y a nadie convence; la Avenida de Príncipe de Asturias, en la que los vecinos y los comerciantes deben soportar el olvido municipal en el que están desde hace años; los barrios que conforman el cinturón de la ciudad, en los que sigue habiendo casas desechas, caminos embarrados, miseria y abandono, a pesar de las vueltas que el alcalde y sus muchachos se dieron para que, posando ante los fotógrafos, los vecinos creyeran que les iban a solucionar los desperfectos; la Plaza del Cuartel Viejo, que transformaron en un lugarcito artificial y soso; los cambios de sentido en el centro de la ciudad, que lograron que tuviéramos que tragarnos el caos circulatorio; la mala señalización de algunas zonas de reclamo turístico, que obliga a los turistas a volverse locos dando vueltas.
Hay otras heridas antiguas que la ciudad ha recibido. Entre las nuevas: el arreglo tardío de Santa Clara, la zona catastrófica en que de momento ha quedado el barrio de La Horta, la destrucción de árboles y zonas verdes de la Plaza del Maestro Haedo y la Plaza de Hacienda, el traslado del mercadillo. Como esta gente no tiene límite es posible que, además, elimine a los patos del estanque de La Marina y a los gatos del cementerio. Lástima que los zamoranos callemos, guiados por ese espíritu de abandono de la lucha que nos caracteriza: siempre estamos a punto de protestar, a punto de reclamar. Nuestra filosofía consiste en decir “Estuve a punto de”. Así nos va.