Lo explicó ante las cámaras uno de los hombres enganchados a la metadona: si existe el infierno, dijo, está al otro lado. El otro lado al que se refería era Las Barranquillas, ese poblado de ratas, yonquis y vagabundos, bautizado como “el mayor supermercado europeo de la droga”. Otro de los entrevistados declaró que incluso podría ser el mayor supermercado de la droga del mundo. Años atrás salió en las páginas de El País un reportaje sobre Las Barranquillas. Nos contaron cómo era, con todo lujo de detalles. La otra noche tuvimos oportunidad de verlo en “Cinco euros y pico”, un reportaje de Sonia López para la televisión. Casi todas las imágenes, por supuesto, propician cierto escalofrío: la diferencia entre la delgadez casi esquelética de los toxicómanos y los michelines de las ratas gigantes que menudean entre la basura de las chabolas, los contenedores cuyo interior aparece erizado de jeringuillas usadas (una especie de bosque de lanzas con la sangre impresa en ellas), los hombres sorprendidos por los faros de los vehículos de los Centauros mientras se buscan las venas de las piernas, el cansancio arrebatador de los rostros, el daño esculpido en los dientes, en las manos y en los labios, la eficacia de los policías que despiden la rigidez reglamentaria del cuerpo y la piedad propia del ser humano.
Sólo habría un par de reproches tras ver el documental de “Callejeros”. El primero atañe a los responsables de su elaboración. El segundo, a los eufemismos que contaminan la sociedad. Hubo unos instantes en que las cámaras, entrevistando a una señora que vive acongojada por el despliegue de yonquis en su barrio, estuvieron a punto de cruzar la línea que separa el periodismo serio y riguroso del periodismo amarillo y sentimental; ya saben: lágrimas, consuelos de la locutora, diálogos repletos de lugares comunes. Por suerte, duró poco. Y la línea no llegó a cruzarse. El otro reproche atañe a esa contaminación de la sociedad, que se ha plagado de eufemismos ridículos (como lo son casi todos los eufemismos). Yo mismo los comprobé hace meses, preparando en Zamora un reportaje sobre el centro de desintoxicación del barrio de La Lana: los toxicómanos son “usuarios” (también yo lo soy: pero de la Biblioteca Pública), los atracos y palos de los camellos se llaman “hechos delictivos”, etcétera. Es un grave problema: el de negarse a llamar a las cosas por su nombre. En el reportaje oímos hablar a los policías y a los encargados de suministrar la metadona y velar por los hombres y mujeres enganchados a las sustancias, pero también oímos hablar a los propios afectados, a quienes viven en el infierno y conviven con las ratas y la miseria: su lenguaje, callejero, resulta superior, más vivo, más contundente y feroz, más ajustado a la realidad. Saben que no hay vuelta de hoja para ciertas realidades, y no se engañan. Su lenguaje perdurará, porque es poderoso; el otro, el de los eufemismos, con el tiempo terminará en el olvido, pues su apariencia de falso y de ortopédico lo vuelve imposible a nuestros oídos. La droga continúa siendo un tema tabú: basta con escuchar ese repertorio de eufemismos que no enmascaran la tragedia. Me recordó a la jerga médica, cuando un señor, tras oír su diagnóstico, suele decir eso de: “Hable de manera que yo lo entienda”. Las cosas claras y, el chocolate, espeso.
En cada ciudad hay un poblado de estas características, una Zona Cero sin solución posible. Al verlo se nos hace un nudo en el gañote. La diferencia es que no hay ninguno tan grande, con tanta población. En Zamora tenemos Las Llamas, que viene a ser como el meñique del hipermercado madrileño.