La otra noche emitieron en televisión la segunda parte del reportaje “En la cárcel. Confidencial”, que analiza la vida de los reclusos de la prisión de Brians, a unos cuarenta kilómetros de Barcelona. Es un documento único porque es muy difícil, casi imposible, que los directores de las prisiones accedan a abrir sus puertas a los periodistas, y menos aún si portan cámaras. Por lo general muestran una parte: patio, salón de actos, pasillos y alguna que otra dependencia. Enseñan sólo lo que les interesa. Al menos esa fue mi experiencia cuando hace años me invitaron amablemente a visitar el centro penitenciario de Topas. En esos reportajes emitidos ahora por televisión se permitió a los reporteros no sólo filmar los “chabolos”, las cocinas, los “tigres”, las duchas o las salas del bis a bis, y también pudieron entrevistar a los presos, oír sus reflexiones, ser testigos de sus charlas. Pero lo que me interesa en este artículo es otra vertiente, que uno ha ido comprobando en estos dos documentales, y en las poesías de aquellos poetas que estuvieron entre rejas, y en las películas y libros al respecto que uno ha visto y leído, y por supuesto en conversaciones con quienes trabajaron dentro. Esa vertiente es, por supuesto, la que atañe a la escritura.
La escritura de cartas, de canciones, de poemas, de relatos, de memorias. La escritura como ventana para respirar un poco de libertad, para sumirse en el territorio resbaladizo de la reflexión (resbaladizo porque ciertas reflexiones pueden volver loco a un hombre encerrado durante años), para comunicarse, para explicar sus sentimientos. En esos reportajes hemos visto a hombres componer letras de canciones para sus novias del módulo de mujeres. Hemos oído frases de parejas, en el bis a bis, de este tipo: “¿Leíste mis cartas?”, “¿Por qué no me escribes?”, “Te escribí muchas cartas”. A muchos de ellos, los que mantienen una relación con personas que están libres, el oxígeno les llega en cuanto abren un sobre que contiene varios folios y las palabras del ser amado, escritas a mano. A veces ese oxígeno les mata, cuando el texto aparece repleto de malas noticias: la muerte de un familiar, o la ruptura entre ambos. También los soldados que sufren las contiendas bélicas y las guerras (al menos los occidentales) padecen esa especie de adición a la correspondencia. Lo más interesante del asunto es que da igual que el preso sepa escribir o no, que apenas haya escrito nada en su vida en el exterior, que incluso le cueste coger el bolígrafo y con él llene páginas plagadas de faltas de ortografía, de errores sintácticos y semánticos. Unos lo harán peor, otros mejor: algunos grandes escritores fortalecieron su prosa en su estancia en prisión. Pero todos procuran dejarse la piel y el corazón en los textos. En esa correspondencia con aroma de tristura se cuelan, a veces, misivas que incluyen celos y amenazas.
En un tiempo y en una época en los que nadie, o casi nadie, escribe cartas, los reclusos gastan papel, sobres, sellos y bolígrafos como se hizo antaño. Mientras, con las nuevas tecnologías, los de afuera nos dedicamos a comunicarnos mediante el correo electrónico, los mensajes de los teléfonos móviles y los chats de la red, ellos aún mantienen caliente y vivo el género epistolar. Insisto en la variedad de contenidos: desde los textos cuya lectura haría sangrar los ojos de cualquiera por el catálogo continuo de errores, oraciones mal construidas e insultos, hasta los textos cuyos párrafos constituyen una auténtica joya, surtidos de reflexiones contundentes, frases lapidarias, verdades como puños. Porque ellos han aprendido ya, con más utilidad que nosotros, el valor de la escritura, de la libertad, del amor.