Vivir en un país como España supone, en un alto porcentaje de casos, que quienes lo merecen sólo reciban homenajes a título póstumo. No nos cansaremos de denunciarlo. A muchos artistas, incluso aunque hayan entrado en el digno y solemne territorio de la tercera edad, se les niega el reconocimiento, o se les da la espalda, o se les deja que se mueran de hambre, o no se les condecora con medallas y galardones. Empieza uno a cansarse de ver siempre lo mismo: hombres y mujeres válidos, que llevaron una existencia consagrada a su vocación, sin perder el resuello, sin abandonarse al desaliento, sin cejar en sus empeños artísticos. Pero, ahora que uno lo piensa, también en otros países y en otros ámbitos sucede igual o parecido: nos referimos a ese Hollywood cruel que, en tantas ocasiones, sólo recompensa a las criaturas que le enriquecieron (económica y artísticamente) de manera póstuma o cuando el homenajeado en cuestión tiene un pie en la tumba. Parecen decir: “Mira a este director, nonagenario y retirado de la industria. Aún no hemos hecho nada por él y sólo le deben quedar unos meses de vida. Démosle un Oscar honorífico”. Pero el director nonagenario sabe que el aplauso llega muy tarde, aunque no lo diga y aunque en su discurso todo sean lágrimas de agradecimiento. ¿A quién le importa un Oscar o un Nobel cuando apenas le queda un año de vida?
Hablamos aquí, hace poco tiempo, de Eduardo Haro Tecglen y de Jaime Campmany, que, cada uno desde las trincheras de los diarios en los que colaboraban y con la pluma entre los dientes, lucharon (escribieron) hasta el final. Una vez enterrados, los partidarios de uno y de otro decidieron ponerles sendas calles a su nombre, polemizaron, discutieron y lograron aburrir al personal con sus disputas. En España es habitual que se honre a las personas sólo a partir de la entrada de sus féretros en la capilla ardiente. Luego se sucederán los tópicos: “Era un gran hombre”, “Fue un artista hasta el final”, “Era una mujer estupenda”, “Fui muy amigo suyo”.
Estos días tenemos un nuevo caso: la muerte del filósofo y escritor Julián Marías, de quien uno de sus hijos, Javier Marías, escribió en varias ocasiones algunos artículos elogiosos y bellísimos. El autor de “Negra espalda del tiempo” advirtió a los periodistas, a las puertas del tanatorio, que “España ha sido bastante cicatera y tacaña con mi padre a nivel oficial. Viene siendo algo tradicional e histórico el que, a personas de gran valía, no se les valore institucionalmente o se les haya hecho poco caso”. Y, claro, se han apresurado los políticos a inventar homenajes póstumos y por ello tardíos, e innecesarios, o menos necesarios ahora, cuando el homenajeado no puede asistir a los mismos. Es cierto que un hombre es inmortal si se mantiene viva su memoria y se le mantiene caliente en el recuerdo, pero pensemos en el finado: ¿De qué le vale a él, ahora, todo eso? De manera que Esperanza Aguirre ha anunciado la creación de un premio de humanidades con su nombre. También un colegio (y una calle, según Alberto Ruiz-Gallardón) llevarán su nombre. En los próximos días la mitad de los pensadores e intelectuales del país escribirán loas sobre Julián Marías, y nos revelarán que sostuvieron con él una gran amistad, a prueba de balas y de ideologías. Algo así ocurrió con Claudio Rodríguez. Y sucedió con otros muchos. Javier Marías lo ha designado con precisión: España ha sido (y es, afirmemos) “cicatera y tacaña”. José Saramago dijo una vez que un hombre alcanza la sabiduría cuando llega a viejo; pero, entonces, ¿de qué le vale? ¿De qué sirven, pues, los honores póstumos?