Acaban de presentar un informe de Unicef titulado “Estado Mundial de la Infancia 2006: excluidos e invisibles”. Algunos datos de este informe aparecen en la prensa. Son, como siempre que se relaciona infancia y tercermundismo, datos terroríficos. Cada año algo más de ocho millones de menores empiezan a trabajar “casi en esclavitud”, o se prostituyen, o terminan convertidos en siervos, o caen en el tráfico sexual. El hombre despiadado ha aprendido que es más sencillo dominar y explotar a los niños que a los adultos. Si, para colmo, los niños han tenido el infortunio de nacer en un país pobre, no protestarán mientras a cambio obtengan un plato de comida (que suele ser, en muchas zonas, un cuenco de arroz apestoso, que no se comería ni un perro callejero). Alimentar el estómago es lo primero, y el ser humano es capaz de renunciar a su dignidad, de someterse a vejaciones, de pasarlas canutas con tal de no morir de hambre. Dicen, también, que unos doscientos cincuenta mil niños y adolescentes luchan en los llamados “conflictos armados”, o sea, en las guerras grandes y en las guerras de andar por casa. Y nos revelan que, aun en tiempos de paz, perdura la relación entre la violencia y la muerte infantil, y que en Sierra Leona unos doscientos ochenta niños de cada mil fallecen antes de cumplir los cinco años. Menuda vida, imagínense: a los cinco años ya eres un viejo prematuro, si es que logras cumplirlos.
Unicef ha denunciado, además, que la mitad de los niños nacidos en países del Tercer Mundo no figura en los registros, que son “casi completamente invisibles en las estadísticas”. Así, es como si carecieran de identidad y, faltándoles la identidad, están privados de la educación y de la sanidad. Supone, para que nos entendamos, no existir para el mundo. Sólo existen para los amos que los esclavizan, para los desalmados que comercian sexualmente con ellos, para los tipos que les ponen en las manos un fusil y los envían a la primera línea de combate de cualquier guerrilla, donde su vida es tan corta como la de las moscas que se dedican a comerles las legañas.
Excluidos e invisibles. ¿Qué es peor? ¿Qué te aparten de la sociedad, de los servicios básicos a los que tienes derecho, del camino por el que circula la vida normal de un niño normal? ¿O que seas invisible para el mundo, que no existas salvo para sufrir? Ambas son parecidas. Pero tal vez sea peor la invisibilidad. En nuestra sociedad (lo vemos a diario en las calles) hay muchos excluidos, pero pocos son invisibles. Con invisibles se refiere a que, al no estar inscritos en los registros oficiales, no poseen identidad. Y sin identidad no vas a ninguna parte. No eres. ¿Cómo podrías demostrar a nadie tu existencia? No es ninguna tontería: en España se han dado casos de personas a las que las instituciones confundieron los papeles de los registros oficiales, o cuyos nombres y apellidos eran idénticos a los de alguien que falleció. Les costó energías, papeleo y sudores demostrar que estaban vivos. Si no estás registrado, entonces no existes. No eres. No importas. Te ven, como a los fantasmas, pero no pueden comprobar que estás vivo, incluso aunque estés en carne y hueso ante ellos. Así son los niños de los países pobres: trabajadores, esclavos, chaperos y prostitutas, soldados, ancianos prematuros, muertos jóvenes, excluidos e invisibles. Luego, en la calle, las organizaciones nos ponen a los ciudadanos la foto de un niño moribundo y nos piden un donativo. Pero así, seamos sinceros, se llega a poco. Si han leído sobre África, por ejemplo, sabrán que los alimentos que les envían son interceptados por las bandas de ladrones y asesinos. Los muchachos apenas prueban las migajas.